"Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado".
Así lo aprendí yo palabra arriba o abajo. Parece ser que ha cambiado desde entonces, o eso cree la guionista (por llamarla de alguna manera) de esta porquería de película, al soltar por boca de uno de los personajes la soplapollez que pongo cómo título, mientras hace el idiota con una magdalena. Pero estaría dispuesto a asumir esto si la guionista sólo suspendiera en ciencias.
Cuando ante uno se presenta una de estas historias que tanto gusta al nuevo cine español, que viene a ser una historia de personas de la calle, de esas que te encuentras en el ascensor, aderezada con unos toques de denuncia social, algunas infidelidades y algún mensaje moral sencillito, de esos que te sirven en la vida cotidiana, cuando hablas con el charcutero... a lo que iba, cuando ante uno se presenta esto, lo menos que espera es un guión con cierto gancho, al estilo León de Aranoa, que te mantiene entretenido con sus anecdotillas, unos diálogos interesantes, con agilidad pero siempre muy muy naturales. Porque esa era una de las ventajas del cine español, lo natural, que los niños no dicen “caracoles”, que tenemos a actores como Antonio Resines, que sirve para un roto y para un descosido (no para superhéroe, claro, pero sí para “nuestras historias”), que tenemos o teníamos la naturalidad, el día a día, la gracia de lo cotidiano. Pues esta película ni eso. Actores deleznabilísimos, espantosos. Diálogos merecedores del exilio por tiempo indefinido. Situaciones aburridas y ya no predecibles, evidentísimas (cuando esperan sorprender). Sutilezas de brocha gorda, muy gorda.
Un descalabro. Una de las peores películas que veía en mucho tiempo. Lo peor. Mal. Muy mal. Un insulto a la mínima inteligencia. Y, desde luego, un aburrimiento.