Llevar al cine el caso Strauss-Kahn es tremendamente controvertido. Son hechos aún recientes, con muchos aspectos oscuros, con un acusado que no ha sido declarado culpable, pero por razones que tampoco han reforzado su inocencia. Una figura pública. Lo deseable en un proyecto de estas características es demostrar mesura, cierta búsqueda de objetividad, prudencia, buen gusto y una corrección que será examinada con lupa por el espectador más exigente.
A Abel Ferrara todo esto le da por el culo.
Entra como elefante en una cacharrería y nos presenta una primera media hora delirante, con un Strauss-Kahn -escondido bajo un ingenuo nombre falso, Deveraux- que no solo es un adicto al sexo, es un verdadero salvaje que gruñe mientras penetra, que no tiene otra cosa en la cabeza y que hasta la bullabesa le inspira al vicio. El ataque aparece después de esa media hora llena de excesos, y no tiene nada que envidiar al primer envite de Godzilla arrasando la ciudad. Si digo que Gerard Depardieu está enorme, se me tendrá que entender en ambos sentidos. Su interpretación, grotesca y llena de fuerza, está a la altura de sus dimensiones, con una barriga que prácticamente nos evita sus vergüenzas. Como digo, la agresión sexual es monstruosa. Lejos de tratar el tema con algo de impacialidad, se ofrece una visión extrema de lobo feroz y caperucita. Después tenemos una serie de momentos policiacos y carcelarios, tan pasados de vueltas que uno ya no sabe qué pensar.
Y es que Ferrara no está preocupado por ser fiel a los hechos reales. Nos avisa al principio, con los habituales rótulos, que los personajes son ficticios -ni en estos rótulos se hace referencia al político francés, aunque excepto los nombres, todos los aspectos de su vida, incluida su aspiración a la presidencia, están representados sin pudor. Nos vuelve a avisar de su poca imparcialidad con un prólogo, a modo de making of, en el que se le pregunta al actor por qué ha participado en esto; la respuesta es cristalina: "Porque él no me cae bien". Por cierto, este juego ajeno a la película lo repite en un par de ocasiones en las que el actor mira directamente al espectador.
En definitiva, lo que vemos es una ficción, muy propia del director, a través de lo que él imagina que es el mundo de Strauss-Kahn. No es que la fidelidad de los hechos se pueda poner en entredicho, es que está completamente fuera de lugar. Desde el punto de vista ético puede ser reprobable, especialmente porque esto afecta a personas reales. Desde el punto de vista artístico me parece una propuesta radicalmente honesta. Ferrara habla del poder, de la corrupción, de la complejidad del sistema judicial ante una figura como esta. Pero quizá habla sobre todo de lo desvirtuada que puede estar la percepción ética de alguien acostumbrado a tomar todo cuanto quiere y se adentra en una personalidad así.
En su segunda mitad echa el freno y se adentra en un drama personal, mucho más moderado. Quizá este cambio de ritmo hace que la película se resienta un poco, especialmente en sus últimos veinte minutos, pero nada grave. Lo verdaderamente interesante de esta propuesta, cuyo realismo está, como digo, fuera de lugar, termina resultando verosímil. Porque Ferrara está contando una historia de vicio y corrupción, de poder, sexo y violencia, y eso lo sabe hacer muy bien. Los detalles de comportamiento de los personajes escapan de los clichés de Hollywood y nos acercan más al caos general de las calles, de las comisarías, de las cárceles, de los aeropuertos; donde todo sucede de ese modo tan imperfecto y embarullado que tan bien domina el director.
Una apuesta más de personalidad rabiosa de uno de los directores más atrevidos del cine independiente. Valiente, extraña, excesiva, irregular, diferente.