Jaime Rosales era un realizador catalán bastante más conocido en los certámenes europeos que entre el público español. Cuando La soledad dio la campanada en los Goya muchas miradas se volvieron hacia la figura de un hombre que hace un cine de autor diferente. Lo que es más importante, Rosales es uno de los pocos cineastas estatales que se atreve con propuestas nada fáciles para el espectador medio. Teniendo en cuenta la situación del cine español eso es algo muy valiente. Lo cierto es que los recursos estéticos que utiliza -planos alejados, pantallas partidas, diálogos silenciados- son cuanto menos originales, pero queda la incógnita de hasta qué punto sirven para contar una historia como la de esta película.
El terrorismo no se ha tratado con demasiado acierto en nuestro cine. No es de extrañar, porque además de levantar ampollas es una temática muy complicada. Eso explica que películas como Todos estamos invitados ofrezcan una visión terriblemente limitada (cuando no tendenciosa) acerca de la realidad del conflicto vasco y su vertiente armada. Será de agradecer que el film no se convierta en un panfleto político pero tampoco en una cronología imparcial de los hechos, sino que trate de aportar respuestas e invite a la reflexión. En el reparto, Ion Arretxe se rodea de otros actores no profesionales como Iñigo Royo, Jaione Otxoa o Ana Vila para tratar de dotar de realismo a unos protagonistas que prometen ser complejos. En resumidas cuentas, una apuesta arriesgadísima a la que hay que premiar con todo nuestro apoyo. Su valentía a la hora de sumergirse en semejante laberinto le honra.