A veces hace falta que una película de acción sea tan mala para poder disfrutarla. Eso sí, debe ser, como es el caso, mala pero divertida. Es mala porque sus diálogos son inaceptables, pobres y mal escritos. Hay réplicas -si se las puede llamar así- que dan vergüenza ajena. La frase más ocurrente de Stallone quizá sea "Boom!". Es mala porque su premisa no resiste ni media pregunta, y las audacias científicas del protagonista menos. Es mala porque la capacidad de interpretación de sus dos machotes es la que es. Y que nadie se escude en los secundarios, porque por muy bien que esté Jim Caviezel en su papel de asqueroso villano refinado, que lo está, no compensa. Ni el saber hacer de Sam Neil, que apenas tiene minutos. Tampoco podemos ampararnos en su director Mikael Háfström, que claramente tiene trabajos mejores y aquí se esmera en intentar disimular dos grandes contras: un escenario cutre y unos héroes de acción que están para poco.
Con
todo este lastre, de algún modo la película consigue no aburrir.
Porque avanza segura, ofreciendo elementos nuevos, porque es
ligerísima y porque una vez que hemos entrado en su juego ridículo
no apetece salir. Se pone a sí misma el listón tan bajo que no
puede tropezar. Es una serie B en la que uno llega a echar de menos más chabacanería. Que salga Christopher Lambert.
Los
viejos héroes de acción
Stallone
siempre ha tenido más movilidad que Schwarzenegger, quien ha sido
más una mala bestia; pero a día de hoy la nulidad de Arnold para
las escenas de acción es grotesca. Ya lo veíamos en El último
desafío, donde le costaba levantarse del suelo. El caso es que
la mayoría de sus escenas son, necesariamente, de diálogo. ¿Quién
lo iba a decir hace años del protagonista de Conan? Su capacidad
actoral está bastante por debajo de la de su compañero, pero a
cambio, a él no se le ha quedado cara de señora como a Sly, sigue
teniendo una mirada picarona y cuando coge una buena ametralladora y
nos regala un gesto socarrón, a uno se le eriza el vello. Lo que
necesita Schwarzenegger es que vuelvan a escribir papeles
expresamente para él.
Y
quién iba a decir de Stallone, un pilar clave de la era Reagan -qué
incluso en Los Mercenarios incluye algunos elementos de apestoso
promilitarismo-, que ahora iba a participar en una película con dos
críticas políticas evidentes: Guantánamo y los bancos. Quizá no
sea una película con grandes pretensiones en su mensaje, pero el
toque de atención con esa cárcel ilegal repleta de musulmanes, y en
la que se practican torturas de ahogamiento, no está precisamente
disimulado. La referencia a los bancos es más puntual, pero se llega
a mencionar su caída en Islandia. Está claro que todo esto a
Stallone le da un poco igual, es un mercenario.
No
están en el mejor momento de su carrera, pero al menos han superado
una etapa que parecía condenarlos a la extinción. Ahora, aguantan
el tipo como pueden, uno manteniéndose más o menos en forma y el
otro como carismático elemento de artillería, pero sobre todo, producen
ternura en el espectador de cierta edad. Hemos crecido con ellos,
viéndoles matar, les queremos, y ahora son unos viejos cabrones
entrañables.