La esencia de la mítica película Conan, el bárbaro era una poesía eterna. Lo importante de aquel film no fue la musculatura de su héroe, ni las enormes capacidades de atracción de un guerrero en la gran pantalla, sino su fuerza y honor, su grandeza e indefensión en un mundo lejano y desposeído donde todo era posible mediante misticismo y magia pero también bajo el poder de Crom y el acero. Todo aquello junto, aderezado de una banda sonora de Basil Poledouris excepcional hacía que el público, absorto, hiciera algo terrible en los tiempos del cine que corre en cartel, escuchar. Porque Conan el bárbaro se escuchaba, porque lo poco que se hablaba tenía un sentido terrible.
Ahora, en forma de previsible héroe de copia/pega, aparece Jason Momoa (el popular Drogo de Juego de Tronos) para hacerse con la piel del personaje y respetar la parte más visible de un rey de reyes en una época inconexa. Mucho me temo que el espectáculo y la exageración van a poblar los minutos de una película que pretende acercarse con respeto pero con el sable de la taquilla apuntándole de cerca. Inevitablemente no se trata de un film con sustancia como su predecesor, sino que el entretenimiento es únicamente lo que busca.
Así, el lado más sangriento del personaje, que se descartó en la primera parte cinematográfica, se hace sitio en la pantalla para estrenarse en 3D mostrando un mundo mucho menos melancólico y vital, y sí mostrando mucho más un lugar fervoroso y peligroso donde no vale pararse. Desde luego, los amantes del cine de acción no creo que tengan problemas, porque desde esa vertiente ni siquiera yo puedo estar en contra debido a la conformidad que he mantenido con el anterior film de acción del director Marcus Nispel (Viernes 13), véase El guía del desfiladero, sin embargo no es eso lo que no funciona, sino el cambio de héroe, el cambio de la mirada caída de Arnold Schwarzenegger por la fiereza de Momoa.