Miel de naranjas comienza
caminando por una línea distinta, original. El becario que arrastra
su máquina de escribir, ese señuelo que resume el rol absurdo de la
burocracia en cualquier dictadura. Es significativo que
sea precisamente este comienzo el que se apoye en unos hechos reales.
La vida, casi siempre tiene una complejidad más rica que la de la
ficción. Los derroteros por los que marcha después la película son
algo más forzados, menos creíbles y sobre todo muy previsibles.
Pocas giros sorprende o impactan.
Eso no quiere decir que el film no
consiga algunos momentos buenos, que por su crudeza y su sencillez,
resulten interesantes. Las ejecuciones, en bruto, sin adornos
dramáticos, al contrario, con el contraste de las conversaciones
banales (al más puro estilo Tarantino, si se quiere algo exagerado).
La relación entre el personaje de Eduard Fernández y el de
Carlos Santos - que son los dos intérpretes más
afinados- además de derivar en un conflicto intenso, aporta las
dimensiones necesarias a los personajes de ambos bandos, para evitar
caer en los buenos y malos que tan habitualmente se dibujan en este
tipo de películas (véase, La voz dormida). La chispa de
Karra Elejalde, aunque a veces exagerada, lubrica un guión que de
otro modo sería algo más gris.
Por lo demás, una película que no
termina de sacar el partido que podría a sus coqueteos con el noir o
el thriller. Tampoco lucen demasiado los guiños al cine. Una
dirección con demasiados lugares comunes y un desarrollo
involuntariamente novelesco, hacen de esta una película fácilmente
olvidable.