Stoker nos cuenta una historia
sin demasiadas complejidades argumentales. Serial killer perladísimo
que desde el principio tiene dos características muy marcadas: una
seguridad en sí mismo sexualmente apabullante y un cierto gusto por
la jardinería práctica -interpretado con mucho carisma por Matthew
Goode. No hay giros asombrosos bajo la manga ni un desarrollo
sorprendente. Pronto vemos que hay cierta licencia en la
verosimilitud y que seguirá así hasta el final. Si apuramos el
concepto y atendiendo sobre todo a la forma, podríamos rozar el
terror fantástico. En cierto modo, casi todos los elementos de la
película referencian el mundo interior de la protagonista, como si
estuvieran construidos en clave fantástica o existieran solo en su
imaginación, pero sin la -trasnochada- necesidad de hacerlo
explícito.
El "fantasma" de su padre haciendo
su aparición en el entierro, y su tío como la nueva figura que
ocupará ese vacío. El viaje de la figura paterna serena y
protectora a la locura violenta y la sexualidad distorsionada. Las
lecciones de caza, el arma, como la herencia genética de la
demencia. Pero sobre todo, la figura siempre presente del tío -a un
nivel tan exagerado, y a veces innecesario, que lo remarca como
claramente alegórico- en momentos clave de los problemas sexuales de
la protagonista. En el ataque con el lápiz -tan propio del director-
su tío vigila desde lejos, sin más utilidad que la de reforzar la
idea de la violencia interior de ella. Después, asociado nuevamente
a un conflicto sexual, la macabra y morbosa escena en el bosque, que
además viene apoyada por la masturbación en la ducha, con la arena
aún en el cuerpo. Es clave también en su relación con su madre con
un final definitivo. Una historia centrada en la transformación
interna de una chica marcada por sus genes, pero también por sus
experiencias; una cuestión que se expresa de forma eficaz con la
imagen de la flor al principio "que no elige su color" (como se
nace) pero que finalmente vemos que es un color artificial provocado
por el baño de sangre (la experiencia traumática). Mia
Wasikowska, esa actriz en alza, está muy a la altura del
personaje, en su locura, en su seguridad, en su carnalidad.
Representa un rol similar al de American Psycho -poco importa
que aquí las acciones sean reales o no, pues no se ejecutan desde el
realismo- pero con un toque de American Gothic, apoyado en el
vestuario y en la dirección artística.
A esto hay que añadir el talento de
Park Chan Wook para crear momentos de verdadera magia. La
figura del cinturón de su padre, como icono obvio de la recta
disciplina, se convierte casi en una sibilina serpiente, ahora en
poder del reverso malvado, en el impresionante plano de la cabina
telefónica. En general, el cinturón como un puente entre la
educación y la violencia. La ambientación estilizada del sótano,
homenaje claro a Psicosis, con esos insertos inapreciables del
congelador que excitan la imaginación del espectador. Cada plano
cuidado con gusto exquisito, aunque en ocasiones peque de un exceso
de esteticismo.
Aunque la banda sonora del siempre
interesante Clint Mansell funciona muy bien, el verdadero hito
lo encontramos en una composición del gran Philip Glass: el
dueto que tocan al piano los protagonistas. Una pieza intensa para
toda una evocación orgásmica conseguidísima. Quizás el mejor
momento de la película.
Una historia, por tanto, que en un
primer nivel no es más que un thriller al uso, pero que en manos
del coreano, se convierte en un inquietante y atmosférico terror
casi fantástico, de una estética impecable y repleto de
insinuaciones evocadoras. El toque diferenciador a la historia lo
añade ese barniz de morbo sexual entre el sadismo y la pura mala
leche en el que sin duda ha tenido mucho que ver, Erin Cressida
Wilson, que se ha encargado de colaborar en el guión.