Desde mi punto de vista (qué estúpida manera de empezar una crítica, ¡qué perogrullada!), Medem se diluye. El donostiarra me encantó en Tierra. La veo y reviso, siempre, como su obra más redonda. O, cuando menos, cerca de.
No creo que realmente sea un trabajo redondo pero es que, seguramente por sus propias características personales, el cine de Medem nunca llegará a ser redondo, perfecto. De serlo perdería parte de su magia, de su gracia y su razón de ser. Pero Tierra es, repito, para mí, su película más arrebatadora, fascinante, magnética, diferente, tan surreal como certera. Un trabajo en pleno estado de gracia.
Después, esa puntería emocional se ha ido perdiendo. Guardaba aún muy buenos momentos en Los amantes del Círculo Polar, pero empezaba a perderse en laberintos vacíos, auténticos crucigramas personales del bueno de Julio que, a menudo, no nos interesan. O no me interesan.
Ese paulatino desfase naufragó definitivamente en Lucía y el sexo, un pretendido juego de tiempos y sudores que, torpemente, basaba su narración pretendidamente lírica y poética en símbolos lamentablemente burdos, simples. Infantiles. El faro y el hoyo. El sol y la luna. Más allá, poca cosa. Un resbalón.
Y lo malo es que veo a Medem incidiendo en esa misma línea con esta Caótica Ana. Le veo encantado con su cada vez más pronunciado y nervioso estilo visual y con sus cámaras de vídeo. Pero cada vez más difuso en sus fantasías sexuales, perdidas entre sábanas cada vez más opacas. Una lástima.
Aun así, con gente como Medem siempre queda esa esperanza diferente: la de saber que, en cualquier momento, podemos recuperar su mejor instinto, su mejor momento, su mejor mensaje.