Aronofski llega en este punto de su filmografía a una cinta radicalmente diferente de lo que ha presentado hasta la fecha y, sin embargo, en una evolución lógica. Requiem por un sueño ya supuso una elección distinta respecto a Pi, y La fuente de la vida también apostaba por un ritmo y un estilo estético claramente diferentes respecto a Requiem por un sueño.
Llegados a este punto, era evidente que un creador inquieto como Aronofski apostaría por algo diametralmente opuesto. Está abierto a experimentar por nuevos caminos, y en este sentido hacerse cargo para su próximo proyecto del nuevo Robocop supone una nueva muestra de esa inquietud creativa.
Quizá no cabía esperar que Aronofski apostase por un esquema tan clásico como el del perdedor que una y otra vez lucha por levantarse de la lona. Pero sí es muy de Aronofski hacerlo en ámbitos grotescos como en este caso encontramos en el ring de la lucha libre: la segunda división de las estrellitas (actorzuelos) de Wrestlermania.
Por el camino buscará una nueva textura, como siempre ha venido haciendo: cada una de sus películas ha indagado en una apuesta visual diferente y nueva para él. En este caso, además, apoyará su narración al 100% -y esto también es novedoso en él- en un personaje, un único rostro: el ajado, deteriorado y marcadísimo rostro de Mickey Rourke, que nos regalará una actuación merecedora de Oscar, mal que les pese a los despistados miembros de la Academia.
Lo que no veo es el género Sundance. Esto es más sucio, más grotesco. Y es Aronofski.