Hay productos especialmente diseñados para un público específico. El cine de terror se prodiga especialmente en este tipo de películas. Si las producciones de la Hammer se destinaban en su día a los devoradores de monstruos o la Troma centraba su Serie B en los adolescentes más gamberros, en la última década el terror teenager hizo estragos entre los más jóvenes. A fecha de hoy, hay quien todavía trata de enmarcar su producto en uno u otro bando. De hecho, el propio cine independiente se ha convertido en una especie de denominación de origen. Por eso mismo, existen películas que tratan de camuflar su apariencia comercial. No es el caso. El propio reparto de Sé quien me mató deja bien claro sus escasas pretensiones artísticas, aunque a priori sus responsables se han esforzado por construir un producto original dentro de la mediocridad del panorama del cine de género. Por desgracia, la película no cumple lo que promete. Sus referencias y defectos salen a relucir a los pocos minutos de dar comienzo la proyección.
Curiosamente, Chris Sivertson ha optado por incluir en su película dos géneros radicalmente opuestos, aunque pertenecientes a una misma rama. Por una parte, asistimos a una recreación propia de un film de terror para adolescentes, ejemplificado en esa fotografía luminosa, los barrios de calles arboladas, los mismos actores… pero de otra, la película juega con lo grotesco, rozando en ocasiones el gore más desenfadado. La escena de sexo y el humor negro no son opcionales. Se entiende a la perfección que la intención del realizador ha sido llamar la atención del público más conservador, a quien los planos de la tortura y las mutilaciones no dejarán indiferente, pero lo cierto es que para el cinéfilo entendido es excesivamente fácil detectar el truco, sobre todo si se tiene en cuenta que las citadas escenas no están del todo bien realizadas. Con estos precedentes, no es de extrañar que la historia juegue a mezclar a partes iguales elementos de investigación policial, intento de drama y temáticas sobrenaturales. Esta mixtura hace que el conjunto derive por distintos derroteros que luego no llevan a ningún sitio. ¿Tiene algún sentido presentar a las figuras de los policías con tanto detenimiento para que al final no tengan ninguna trascendencia en la historia?
La dicotomía entre el rojo y el azul, cuyo uso representa las vidas y personalidades de las dos hermanas gemelas, resulta tan repetitiva y evidente que termina por sonrojar hasta al espectador más paciente. La imaginería del azul que deriva en rojo -ya presente en esa escena en que el tallo de la rosa y sus espinas hacen brotar la sangre- la encontramos en otros tantos elementos, tales como las paredes de una habitación, la ropa que viste la protagonista o incluso las armas de cristal que utiliza el asesino. Al margen de tomar prestada esta idea de otras producciones, más que usarla, abusa de ella. Uno puede entretenerse contando todos y cada uno de los objetos que aparecen observados bajo un prisma azul. Francamente, el uso reiterado de estos recursos estilísticos puede resultar interesante si saben distribuirse adecuadamente a lo largo de la película, pero en este caso su uso es tan burdo que el misterio se deshace como el hielo a los pocos minutos. La metáfora es, en efecto, de lo más trasnochada.
Si el uso del color azul es un mal truco, mucho más lo es la resolución de la historia, cuyas pistas son predecibles hasta la saciedad. Cuando trata de apartarse de las mismas, es para jugar con el espectador, como es el caso de la aparición del asesino encarnado en la figura del profesor de piano. Los giros argumentales carecen de toda lógica, algo intolerable. A nivel de reparto, tenemos a una jovencísima Lindsay Lohan como estrella invitada. El argumento se ha pensado para su lucimiento personal, de ahí esas escenas en el club de Streeptease, que de tan innecesarias y mal rodadas resultan vergonzosas. Ni siquiera son lo suficientemente explícitas. Las capacidades interpretativas de Lohan no dan como para sostener toda una película sobre sus hombros -en esta ocasión, por partida doble- pero sale del intento lo mejor que puede. Otros talentos como el de Julia Ormond o Neal McDonought están completamente desaprovechados, de ahí su escasa trascendencia.
Sé quien me mató es una película que ni siquiera puede recomendarse para ver y olvidar. Como thriller psicológico resulta tremendamente floja y como película de terror una nimiedad. Mejor no hablar de sus pretensiones dramáticas… Los recursos estéticos de su director, que pasan por ser artísticos, caen en saco roto por su vulgaridad. Tampoco consigue levantar su producto en base a las escenas impactantes. El guión es precedible y traicionero y las interpretaciones pobres. Así pues, todos los puntos de apoyo sobre los que puede sustentarse la película se hunden como un castillo de naipes. Como bien apunta uno de mis compañeros, nos encontramos ante un producto televisado más propio de una tarde de domingo que de una proyección en un certamen cinematográfico. Eso no quita para que el film tenga su público. Los cajones de sastre en los que puede enmarcarse lo hacen apto para un consumo fácil y desentendido, pero todo eso no significa que sea una buena película.