No, no es una película redonda. Peca
de folletinesca, interrelacionando demasiado los conflictos de los
personajes. Resulta algo forzada en algunos aspectos, artificiosa,
con algún recurso excesivamente fácil. Lo digo ya, de primeras,
para olvidarnos de ello, porque la película tiene suficientes
valores como para obviar sus defectos. Quizá, consciente de su punto
débil, se blinda con la historia de Pau Casals, sobre
quedarnos con lo bueno. Bien, quedémonos con lo bueno.
Salta a la vista que tenemos en
cuarteto de intérpretes afinadísimos. Philip Seymour Hoffman,
desatado y pasional, atormentado, débil. Catherine Keener aportando su habitual riqueza de matices, emocional, elegante. El
menos conocido Mark Ivanir, que no desmerece al lado de estos
grandes. Y, el hipnótico Christopher Walken, con sus
absorventes movimientos y gestos; es imposible dejar de observarle.
La película se va construyendo sobre
un conjunto de metáforas musicales. Se centra en el desgaste que
produce la vida misma: seguir desafinado o parar. Ese attacca
constante con el que uno debe seguir adelante, tragando con lo que
muchas veces está lejos de ser una vida perfecta. Con algunos
recursos comunes, como el de la infidelidad, nos presenta una
panorama complejo donde una pareja debe decidir si acepta o no un
amor menor, quizá solo conveniente. El autor, Yaron Zilberman,
nos enfrenta también ante la realidad del envejecimiento, del final
de una vida a la que ya solo le queda una progresiva degeneración,
sin ilusiones a la vista. En definitiva, una película que nos habla
de la dificultad de asumir la amargura inevitable de nuestra
existencia, y lo hace con algunos momentos de brillante lucidez.
Excepcional la secuencia final, de una emotividad arolladora.
Eso sí, en este attacca constante, a
veces es necesario parar y volver unos compases atrás, antes de que
se corrompa la música. Siempre que tengamos esa posibilidad, claro.