Recordemos Smoke y Blue in the face. De acuerdo, no eran dos grandísimas maravillas, la verdad. La primera fue un soplo de aire fresco, un drama pequeño y sencillo, casi ni drama, una preciosa historia que se resolvía sobre un prolongadísimo y bellísimo primer plano sobre el rostro de Harvey Keitel. Con los metros de película sobrantes, Wang mostró Smoke a este y aquel (gente como Madonna, Michael J. Fox y muchos otros) y les convenció para improvisar pequeñas historias, secuencias, gags. Lo que fuese. Y les salió esa especie de continuación anárquica, caótica pero fresquísima titulada Blue in the face.
El responsable no sólo era Paul Auster, la pluma detrás de la historia, sino el avispado Wayne Wang, realizador natural de Hong Kong que, sin embargo, no ha terminado encontrando su espacio en la industria norteamericana como sí ha logrado, por ejemplo, otro director oriental, Ang Lee.
Por eso, Wang se tiene que conformar con rodar con modestísimos presupuestos, y contar pequeñísimas historias. Lo hará, claro, con su habitual sensibilidad, pero uno empieza a intuir que, seguramente, Wang sentirá también un pequeño pálpito de desaliento, una pena que casi no siente pero que está ahí. Un sentir lógico: Ojalá pueda rodar mañana de otro modo, otra historia, en otro foro.
Tendrá que esperar. Ahora es el turno de esta historia que pudiera recordar de algún modo a Juno, pero a buen seguro orientada con otra seriedad, otra gravedad y otra sensibilidad. Tanto que ni habrá comedia (eso desde luego) ni habrá, al final, ninguna relación real entre una y otra película. Además, Wang no ha perdido la oportunidad de contar su historia con una actriz protagonista de su tierra. Todo cuenta.
Sería bonito que el viejo Wang, cuando menos, se siga manteniendo en forma.