Sean Penn nos ofrece en esta película acercarnos a su lado más salvaje y renunciar a la viciada civilización en un ejercicio tan extremista como puro y bienintencionado. Para ello nos regala una factura de corte independiente que ya pasara de moda hace unos años, pero que sigue siendo perfectamente válida. Planos cerrados, observación detallista, fotografía densa. Está muy bien. También consigue un guión que no resulta aburrido a pesar de su duración, una de esas películas en las que sientes que se te está haciendo larga a la vez que no quieres que llegue el final. Diálogos cuidados, narración bien engrasada. Los diferentes pasajes de la película se suceden de una manera muy natural y en ningún momento dejan ese sabor a molde de muchas road movies. Me es difícil buscarle defectos a este guión.
Aunque sin duda, la baza más fuerte de la película ha sido el reparto. Todos y cada uno están en su punto, intensos y reales, pero nombraré sólo a William Hurt, sabiendo ser cínico y egocéntrico y sufriendo en ese exceso en el que se sienta en la carretera; el nominado al Oscar Hal Holbrook, que consigue transmitirme con enorme sinceridad la tristeza de un hombre al final de su camino; y, por supuesto, el protagonista, Emile Hirsch, que se carga a los hombros la película y la eleva a un nivel de emociones brillante. Un gran trabajo.
Un tono hippie, que en su exageración nos da qué pensar a otros niveles más moderados, que exorciza en el espectador ciertos sentimientos anquilosados. Una historia voluntariamente positivista casi hasta el final y gravemente dramática como final, que sobrecoge al conocer el fin real de esta persona de ideales tan firmes. A la introspección al personaje no le falta nada, no parece existir ningún punto mejorable.
Una película que altera las emociones y los pensamientos. Quiero que Sean Penn siga jugando también a ese lado de la cámara.