Talento y buenas intenciones no faltan
en la película. El talento de un Alex de la Iglesia que se
mueve como pez en el agua rodando una estampida violenta de
periodistas, el dolor en diversas formas y algunos hallazgos visuales
como el protagonista aferrado a una estatua colgante. El talento de
un José Mota que se esfuerza por demostrar que puede con un
papel serio y, exceptuando algunos residuos inevitables de su oficio,
lo consigue con una interpretación cargada de humanidad.
Buenas intenciones, las de esta
historia plagadas de mensajes, de golpes afilados a los villanos de
nuestro tiempo: los jefes, los bancos, los políticos, Telecinco.
Imagino que el lector ya ha adivinado que uso el término "buenas
intenciones" con regusto amargo y es que por más que pueda
compartir la mayoría de los mensajes, estos son tan insultantemente
evidentes que resultan demasiado cargantes. En varias ocasiones llegan a
ser explícitos discursos lanzados en cerradísimos primeros planos.
El director está tan empeñado en poner en boca del protagonista los
lamentos de medio país, que sepulta por completo su película bajo
esta idea.
Falta una resolución más redonda, más
a la altura de las circunstancias, y quizá le sobra algo de lastre intermedio,
pero por lo demás podría haber sido una original y ritmosa historia
sobre nuestros tiempos difíciles, la dignidad, la perseverancia, la
corrupción y la mercadería de vidas. Con atípico aunque excelente
reparto, ¿por qué no vemos en más películas al carismático
Antonio Garrido? Papeles a medida como son los de Juanjo
Puigcorbé o Juan Luis Galiardo. Fernando Tejero acertadamente odioso. Todo enmarcado en esa gran idea del arquetípico
teatro romano para escenificar la renuncia de la intimidad y los
excesos de la televisión. No es la primera vez que, en el cine, se lleva al límite la inmoralidad de la televisión, sin
embargo, hay algo diferente: estamos llegando a un punto en el que
estas hipérboles de la falta de escrúpulos están cada vez más
cerca de un retrato realista. Desgraciadamente, estamos muy cerca de
que el destino nos alcance. Si es que no lo ha hecho ya.
La paradoja con este cineasta se repite una y otra vez: sus excesos son su motor y al mismo tiempo su freno.