En ciertos aspectos, Ari Folman repite aquí la fórmula que utilizó en Vals con Bashir. En ambas, reflexionaba sobre la realidad. En aquella era la realidad pasada, la memoria, la forma en la que transformamos u omitimos los recuerdos según nuestra conveniencia. Aquí la cuestión es más como percibimos la realidad presente, y de la misma manera, como la transformamos para adecuarla a nuestras necesidades. En ambos casos, una manera de vivir más feliz a través de una mentira íntima que nos contamos a nosotros mismos. Y aquí repito lo que suelo decir en estos casos: la ciencia ficción pocas veces no está ligada a una realidad actual. Lo que en la película es una imaginativa droga que hace cambiar lo que vemos del mundo, se puede traducir muy fácilmente en el filtro que aplicamos entre nuestro reducido entorno y el mundo real -a través de la mentira en los medios y de nuestra ceguera voluntaria.
Como en su anterior trabajo, Folman no se limita a mostrar esta dualidad de la realidad en el tema de la película sino también en su forma. Y lo hace de nuevo a través del uso de la animación mezclada con la imagen real, una manera muy plástica de separar estos dos espacios. La diferencia es que esta vez va mucho más allá. El mundo animado es parte de la premisa de ciencia ficción. Además, algunas piruetas argumentales le llevan a poner todo en cuestión, incluso en nuestra manera de acceder a la historia. Un ejemplo: hay un momento en el que el personaje animado de la protagonista -que en la historia es el verdadero- observa un vídeo de su copia en imagen real. Como espectadores, si hemos entrado en la película estamos viendo al personaje real mirando al ficticio, cuando formalmente lo que vemos es el personaje animado mirando al de imagen real. Esta paradoja reafirma la fragilidad del concepto de realidad, al mismo tiempo que plantea la verdad que reside en la representación. Algo parecido a lo que se trataba en Shirley, pero sin resultar tan pedante ni tan evidente.
Este último ejemplo no sería posible sin toda la primera parte, previa a entrar en el mundo animado. Un añadido que no está en la novela de Stanislaw Lem, y que no es nada trivial. Esta creación de Folman tiene algunos puntos buenos, como por ejemplo la complejidad que añade y que ya he comentado, pero por otra parte, peca de cierto tono de yuxtaposición. Es decir, hasta cierto punto parecen dos historias diferentes y no demasiado bien engarzadas. La primera parte sirve para presentar a los personajes -después el hijo tendrá una importancia dramática. Pero sobre todo, sirve, a modo de historia independiente, para desplegar un curioso juego de espejos.
Buttercup
Toda esa primera parte, nacida de la imaginación de Folman, se sostiene sobre la figura de Robin Wright. De una manera valiente, la actriz juzga su propia carrera, con los recuerdos de sus grandes éxitos en La princesa prometida y Forrest Gump; así como el declive de su carrera. Siendo más justos, deberíamos decir que ese declive es esencialmente comercial, pues la actriz ha sabido acercarse a algunos proyectos interesantes pero muy minoritarios como Nueve vidas. En cualquier caso, la actriz no duda en mostrar sus debilidades, al estilo de Jean Claude van Damme en JCVD, o Jorge Sanz en su serie. Se consiguen así momentos delicados, como el de la digitalización, con la ayuda de un excelente Harvey Keitel que nos lleva de la mano con su voz. La utilización de este personaje real le aporta a la película otro salto más en cuanto a niveles de ficción, y a la representación de la realidad.
El estilo de animación es mucho más ambicioso y cinemático que el de Vals con Bashir, que estaba más centrado en la rotoscopia. Aunque sus imágenes no son tan impactantes e hipnóticas como en aquella, tienen una riqueza mayor, y una desbordante libertad de movimientos, voluntariamente alejada hasta el extremo del realismo y cercana al cartoon. Además, sirve para hacer un repaso a la historia de la animación en cuanto a los personajes de diferente estilo de dibujo, reconocibles como representantes de distintas épocas. Esto lleva a un resultado más complejo, pero también más sucio, que salvo en contados momentos, no busca el preciosismo de los planos. Es precisamente en esas pocas concesiones a la pura estética cuando aparece con más fuerza la deliciosa música de Max Richter, un autor quizá demasiado repetitivo, pero con una delicadeza exquisita. Se le echa de menos en la primera parte, pero se agradece la dosificación para un impacto mayor en la segunda parte.
Otro estreno, este año, que habla sobre las mentiras del sistema, sobre el pueblo engañado bajo una idea de falsa felicidad o salvación. No en vano, la imagen de la nueva clase baja cosificada, tiene un punto en común con la reciente Snowpiercer, en un momento en el que se le saca el máximo partido al contraste de imágenes y la estupenda banda sonora. Una manera de redefinir sutilmente los símbolos sociales a partir de unos esquemas clásicos, que parece estar de moda. Una película extraña, muy original, quizá algo inconexa, pero que deja
un poso de aspectos positivos que compensan las irregularidades.