Corazón rebelde no
es una película que sorprenda por su argumento. El patetismo de la vieja gloria
venida a menos ya lo vimos en El luchador,
y en muchas otras. El alcoholismo ha sido también tratado hasta la saciedad en
el cine. Y no es que aquí se busquen nuevas formas de contarlo, es una película
que ya conocemos. Pero quizá su mejor valor es que el autor, Scott Cooper, parece ser muy consciente
de ello. Sabe que el público ya conoce la mayor parte de la historia que se
dispone a contar y por ello decide no insistir en lo mismo.
Hemos visto tantas veces el proceso de desintoxicación que
nos lo sabemos de memoria, por eso aquí se reduce a cuatro retazos básicos, y
pasamos a otra cosa. Tampoco se ahonda en exceso en el patetismo del personaje,
ni se recrea en ello. Vemos un plano en el que Blake rompe a llorar en el
suelo, una buena oportunidad de lucimiento para Jeff Bridges, que obviamente no necesita. Donde otros
mantendrían el plano, Cooper decide darle tan solo unos segundos. Pequeños
detalles como este la diferencian del resto.
No cabe duda que toda la clave de la película está en
Bridges, que como cabía esperar realiza un trabajo inconmensurable, ofreciendo
una presencia poderosa y creíble, cantando con esa voz rota y castigada, y
jugando con los matices del drama tanto en su mirada como en las composiciones
musicales que ensaya. Enorme. No fallan tampoco el resto del reparto, buenos
profesionales como Robert Duvall.
Incluso Collin Farrell está muy en
su punto en su papel estelar.
Un final tan creíble como el resto de la película, sin
dramatismos artificiales ni felicidad impuesta, cierra una película muy
afinada, que seguramente pronto será olvidada, pero cuyo visionado resulta muy
satisfactorio.