Carretera al infierno es el enésimo remake de los últimos meses. De hecho, Carretera al infierno le sonará, supongo, incluso a aquellos que no la hayan visto y que no suelan ver este tipo de cine. Como yo. De aquellas, el demonio de la carretera era Rutger Hauer, un actor en horas bajas en una película, no lo neguemos, de baja estofa.
Pero igualmente cierto es que, de alguna manera, ha acabado convirtiéndose en una de esas viejas películas que circulan con gusto y éxito por los circuitos del subsuelo cinematográfico, entre rarezas, delicias y macarradas varias. Esta es una macarrada, claro.
Ahora, en tiempos de sequía y de vuelta a todo, en plena emergencia creativa, retornamos a algo que, en verdad, se ha versionado ya mil veces sólo que sin la impronta de remake. Aquí, eso sí, ni cambian el título. Y todo seguirá a pies juntillas las directrices marcadas en la cinta original.
Han elegido bien el sustituto de Hauer. Eso es innegable: Sean Bean nunca ha llegado a ser una estrella, se mueve como pez en el agua en su mundillo (secundario en pelis con algo de pasta, malo en pelis con más pasta aún, o sibilino condimento para el cine más barato y zarrapastroso... estilo Shopping).
Él va a estar viciosamente bien, enfermizo, sucio y directo al grano. Lástima que la compañía (polvo del desierto, un coche viejísimo, tanto que apostaría a que será casi el mismo que en la película original, y alguna niñita monísima que se alivia del calor de Nuevo México ahorrándose perder tiempo ante el armario) no va a estar a la altura. Haría bien en dejarles tirados en la cuneta.
Resultado, una burda fotocopia de un original ya no muy interesante, firmada por un tipo que hasta ahora sólo presenta videoclips en su currículum, y donde el único atisbo de calidad nos lo puede ofrecer su malvadísimo protagonista. Y ojo, que a nadie le extrañe que él mismo decida poner el piloto automático y, entonces, ya ni eso...