Quien conozca el cine de Béla Tarr entenderá rápidamente el título. Las películas del director
húngaro no son un plato fácil de digerir. Se concentra
especialmente en crear una ambientación densa y se toma su tiempo
para mantener ciertos encuadres, rozando en ocasiones el videoarte.
Es difícil encontrar algo a lo que agarrarse, lo que te deja desnudo
ante cada inmersión en una fotografía exquisita y una realización
entre lo más académico y lo transgresor.
Esta no será una excepción, en un
blanco y negro claustrofóbico nos cuenta una historia que parte de
una anécdota conocida de Nietzsche que parece dar juego para un
interesante desarrollo, para, inmediatamente, tomar deliberadamente
otro camino bien distinto, mucho menos atractivo. Por supuesto, en
este desarrollo podremos leer entre líneas, si estamos atentos
(quizá muy atentos), diferentes interpretaciones; pero a simple
vista ya hay toda una declaración de intenciones del autor, acerca
de su concepto del cine, nada más lejos del entretenimiento.
Un film posiblemente aburrido, que dura
dos horas y veinte, en un poco amistoso blanco y negro y con apenas
argumento. Una película para sufridores, para ese espectador
pertinaz que podrá terminar quedándose con algo, con ese ambiente
cerrado, con ese dolor en el aire, con todo un derroche expresionista
de un director difícil.