Isabel Coixet es una autora con
una gran personalidad. Lo que significa que es distinta al resto y
parecida a sí misma. Tiene unas constantes identificables que suelen
dividir a gran parte del público entre sus detractores y sus
admiradores. Este último es un trabajo muy personal, donde podemos
reconocer perfectamente su estilo y algunos de sus rasgos más
característicos al tiempo que desaparecen algunos de sus elementos
más habituales. La importancia de la música en sus películas, con
canciones de presencia notable, los momentos mágicos, los fetiches
cotidianos como puede ser la lavandería... todo eso no está en esta
película, no cabe. La directora ha destilado su cine, exprimiendo
hasta su última gota, para dejar su esencia en solo tres conceptos:
el amor, el dolor y la pedantería.
Solo dos personajes. Una pareja rota.
Dos puntos de vista. Dos sufrimientos distintos. Prácticamente en
unidad de lugar. Un premisa muy teatral que sirve para tener dos
interpretaciones intensas, muy emocionales. Candela Peña,
cargada de ira y dolor, con una expresividad potentísima aunque a
veces desbocada por algunos excesos del personaje. Javier Cámara,
contenido, con esa naturalidad tan propia de él que demuestra que no
tiene como modelo a los personajes del cine sino al hombre de la
calle. Cuidados titubeos y errores, por parte de los dos, y frases
que no terminan de llenar su espacio, imperfecciones que
aportan un realismo impecable a sus diálogos. Reiteraciones
constantes de quien no quiere entender, palabras esquivas y huecas de
quien no quiere hablar. Un retrato excelente, minucioso, reducido al
mínimo, repleto de (des)amor y dolor. Y sus consecuencias: ira,
vergüenza, culpa...
Pero claro, la pedantería es el
contrapunto necesario para que esto sea un producto genuinamente
Coixet. La directora incluye esos insertos de la caverna (de Platón?)
para representar un pensamiento que, ciertamente pocas veces aporta
un valor añadido en la comprensión de los personajes, pero que
subraya la lucha interior. Con una estética estilizada, propia de
una vieja película nórdica, marcada por un sonido constante de
viento y una fotografía artificiosa. Una decisión tremendamente
pretenciosa, pero que una vez aceptada no va en contra de la
película. El escenario principal es completamente
artificioso, como si la directora quisiera remarcar el contexto
abstracto y asimilarlo a un escenario de teatro. Además, unas
referencias explícitas a la crisis, y las diferencias entre Alemania
y España, que afortunadamente pronto quedan en un segundo plano,
aunque sin perder nunca cierta presencia.
¿Es teatro?
Decía que la premisa es muy teatral y
no huye de ella por los medios habituales (los de airear la
acción por ejemplo), al contrario, plantea un escenario muy teatral.
Sin embrago, escapa a través de recursos formales propios
del cine que se usan muy abiertamente. El ejemplo más claro lo
encuentro en el montaje. Interrupciones,
discontinuidades, llegando a cortar frases bruscamente. A veces para
recortar silencio y aportar ritmo, otras veces como elipsis, otras
como recurso puramente estilístico. Cuestiones diametralmente
opuestas a la realidad del teatro. Por otra parte, la cámara en
mano, a veces a la deriva por la estancia cuando ya han desaparecido
los personajes, otras veces ofreciendo un encuadre esquivo, cortado,
ocultando el todo, para también así producir un resultado puramente
cinematográfico. Por supuesto, la caverna y los flashbacks
campestres, así como otros recursos artificiosos, como los planos de
agua contra el hormigón o los insertos imaginarios (como en el que están "dejados por
el mar"). En definitiva, una premisa teatral, con una puesta en
escena muy teatral pero con una edición nada teatral.