Con una historia que carece de demasiado interés fuera del rostro de Lee Jones y las aficiones sexuales de una camarera desinteresada de la vida, Melquiades se presenta como excusa para exponer la endiablada conciencia humana y su necesidad de hacer frente a algo bueno de la forma que sea, en este caso una promesa. Nada más y nada menos.
Con un juego de Arriaga a base de lo que mejor hace, en clave de retrocesos y vueltas se nos anima a continuar en lo que son unas escenas necesarias pero algo equívocas que hacen pensar en el cine moderno de esperpénticas apariciones para ser más ameno.
Después, cuando el mal trago está pasado, la sin falta de tono cómico patético película, se centra en el humor desquiciante pero tomado en serio de dos hombres que viajan en mundos iguales pero a la inversa. De la locura a la razón, pero en direcciones diferentes. Comprender la vida y lo que importa, sus detalles, los miedos y las mentiras que a uno mismo se le vienen encima creyéndoselas también.
Un excelente trato de favor al espíritu humano, tan poco definido, tan volátil, la eterna disputa entre lo que está bien y mal pasando por la fortuna de un viejo que de haber muerto a manos del disparo que deseaba hubiera dado al traste con lo que ambos personajes terminan encontrando, algo de realidad.