Donde dije indie digo ahora personalidad propia. La película
bebe más del cine de Billy Wilder, Woody Allen y Kevin Smith que del tono indie
que está de moda en estos tiempos. Se trata de una comedia romántica que cumple
la mayoría de los requisitos del género pero guardando una cierta distancia,
crítica y con mucho humor. Se nos avisa desde el principio, esto no es una
historia de amor, y no lo es en cuanto a que los sucesos se relacionan más con
el desamor, pero además, su objetivo, su punto de vista, no orbita sobre el
destino de la pareja protagonista, sino sobre una concepción de amor más
realista, menos estereotipada pero que sabe ser, aún así, tan romántica o más
que la norma.
El discurso con el que el protagonista abandona su puesto, parece
el discurso del director, en una escena algo forzada, todo hay que decirlo. El
personaje pide que no se busquen fórmulas modelo para poner en la boca de los
lectores de tarjetas (o espectadores de cine), etiquetas que rompen corazones, que ponen barreras. Un deseo de expresar un
sentimiento propio y complejo que se hace realidad con la propia película. Ni
medias naranjas, ni amor de cuento de hadas, pero sí una mentalidad positiva y un gusto
por enaltecer el detalle más insignificante como algo excepcionalmente romántico.
La película tiene muchas virtudes. Es muy fresca, es ágil, su
banda sonora es impecable. No es nada artificial, por lo que un espectador de
hoy puede identificarse con sus personajes mejor que con los viejos clichés de
vestidos de novias. Además, los personajes encajan perfectamente con una
generación, la de hoy, que tiende a definirse más por sus gustos que por sus
actos (la música, los iconos pop, su propio oficio...).
Pero sin duda, la mejor virtud, y la que hace verdaderamente
destacable a esta película, es su incansable esfuerzo por explotar todos los
recursos disponibles. De los elementos externos a la historia en sí se sacan
chispas. La intención queda clara desde el primer segundo, con el particular
rótulo sobre el parecido con la realidad. Después se hace patente en la utilización de
la numeración de los días (o el juego de palabras del propio título) o con la impecable escena que diferencia entre las
expectativas y la realidad con esa descorazonadora canción de Regina Spektor de fondo. El desorden temporal, gracias a la rotación de los
números es fluido y suave. Encaja a la perfección y conforma una estructura
perfectamente pulida, con detalles tan gráficos como el chiste de los grifos
que no funcionan.
Una película que representa a la perfección la nueva comedia
romántica, alejada de modas. Quizá quede desfasada con el paso del tiempo,
pero a día de hoy, funciona como un reloj. Habrá que seguir la carrera de Marc Webb.