Una mierda con bragas, es lo que va a ser esta secuela. Y empecemos precisamente por eso, por las secuelas.
Primero, tantos años de vueltas, pirivueltas, chirivueltas y chirrivueltas alrededor de la idea de hacer una segunda parte de aquel interesante thriller de los 90 (tan sanamente ridículo en algunas escenas como electrizante en otras), ha provocado una falta de rigor en el guión que, aunque no vaya a ver la película ni por recomendación divina, es a todas luces evidente. Desde lejos. No hace falta acercarse. Secuelas de anormalidad y estulticia galopantes que, me imagino, encontraremos también en su trama pretendidamente liosa e involuntariamente cochambrosa.
Los actores tendrán secuelas de su falta de talento. Es decir, ni secuelas ni hostias: Sharon Stone poniendo cara de lesbiana psicópata (no me malinterpretéis, separo los dos adjetivos, no los asocio; simplemente van juntos por necesidades del caso concreto) olvidando que, alguna vez, supo aprovechar su talento. Y a su lado los tres o cuatro soplagaitas que la Piedra se ha arrejuntado para el invento; tres o cuatro carasdeseta que se dejarán caer en algún fotograma para que esto parezca, después de todo, un thriller, ya saben, misterio, sudor, personajes sibilinos, sexo, persecuciones, investigaciones, divagaciones.
Muchos adjetivos, elementos y condimentos que estarán mal cocinados. Los que estén. Otros se los habrán olvidado en el camino. Todo lo blanco que tenía la primera (mucho, muchísimo: de día, todo; en las escenas nocturnas, elementos destacados sobre la oscuridad necesaria: siempre ella) aquí se vuelve negro: la ropa de Sharon, las paredes, los cielos y, si te descuidas, hasta su pelo. (Sí, ya sé que sale rubia.)
O quizás ni eso. Porque, hasta tal punto esta película tiene tan poco sentido y tiene pinta de estar tan mal trazada que -es lo único que faltaría- la Catherine Tramell lo mismo hasta sale con bragas. ¡Qué desperdicio!