Llama la atención encontrar en una
película iraní un ritmo como el que tenemos aquí. Directa al grano
y sin apenas adorno, sabe mantener el interés con un nivel de
conflicto creciente, perfectamente entendible desde la cultura
occidental.
Funciona a dos niveles. Por un lado,
una interesante historia sobre una denuncia que se va complicando con
mentiras y ambigüedad. Por otro lado, de fondo, y con una influencia
directa sobre la trama, la situación social de Irán, con sus
limitaciones religiosas, su machismo, sus costumbres, sus leyes. Pero
sin buscar el impacto desde lo exagerado, muy al contrario, se
mantiene dentro de una observación comedida de algunos de los
problemas cotidianos de este país.
Aunque si este estudio de la sociedad
iraní resulta gratificante por su moderación alejada del panfleto,
es el primer punto, el de la historia de mentiras, el que realmente
hace de esta una película realmente estimable. Poco a poco vamos
descubriendo engaños de los personajes, que no se nos habían
mostrado, pero que ya iban generando más desconfianza.
Detrás de estas mentiras no hay una maldad evidente, no son actos
terriblemente censurables, al contrario, siempre se mueven dentro de
una actitud muy comprensible, lo que crea una gran identificación
con el personaje y hacen más duro asumir estas mentiras que casi las
sentimos como propias. Algo cercano a La clase de Laurent
Cantet. Camina así entre los límites de la ética y los dilemas
morales de unos personajes de verdad.
Una película que sabe poner el foco
sobre lo verdaderamente importante, que comienza despachando muy
rápido el juicio en un plano fijo y termina sin mostrar la decisión
de la hija. Moderación, crítica social en segundo plano, ritmo,
personajes ambiguos y conflicto interior. ¿Qué más se puede pedir?