La película de Woody Allen comienza repleta de clichés. Un par de americanas en visita turística en Barcelona donde encontrarán el amor de la mano de un apasionado pintor español. Lo lleva a tal extremo que decide convertir el tópico en humor. No es la primera vez que este director juega con los tópicos de diversas nacionalidades, religiones, etc. No debería extrañarnos. La única diferencia es que ahora es España. Aunque si miramos más allá, veremos que esta película no chirría en ningún aspecto para el público español, como ha ocurrido con otros títulos extranjeros cuando se han centrado en nuestro país. Se nota que Allen no tiene una visión turística, aunque sus personajes, especialmente Cristina, sí tengan esa visión.
Por encima de estas consideraciones del típical spanish, lo que más me gusta de esta película es que Allen vuelve en cierto modo a su cine de finales los setenta y los ochenta, a contarnos una historia pequeña sobre relaciones complicadas entre varios personajes, sin entrar nunca en el campo de la opereta. No tiene la pretensión de crear un tratado sobre las relaciones humanas, simplemente quiere adentrarse levemente en unos personajes inicialmente arquetípicos, que sin embargo, mantienen relaciones repletas de matrices, en un guión perfectamente engrasado que no pretende tener un desenlace tajante. Un tipo de cine al estilo francés, con un tono cercano a Eric Rohmer, en el que Woody Allen sabe moverse como pez en el agua, y jugar con las relaciones de una manera con la que no pretende explicar lo que el espectador ya conoce, ni dar lecciones de moral. Su mirada cargada de ironía le dan su toque de humor a cualquier verdad de la vida.
Su falta de pretensión queda patente por los recursos habituales de este director, que siempre parece menospreciar su propio talento, con voces en off reiterativas y cortes bruscos de un montaje voluntariamente no pulido. Todo esto choca con su gran capacidad de construir momentos, como la presentación del pintor en la galería, donde Cristina rápidamente le identifica como artista, antes de que aparezca en plano. Y cunado lo hace, su fuerza es importantísima. Esto, claro está, también se debe a un poderoso Javier Bardem que sabe llenar a su personaje de energía bohemia casi animal.
Quizá sea superado por una Penélope Cruz impagable, que demuestra una vez más que cuando quiere puede. Los juegos de idioma entre ellos son excepcionales. Ambos consiguen que la justita interpretación de Scarlett Johansson parezca incluso peor. Rebeca Hall, por el contrario, se mantiene aunque con un personaje menos jugoso.
Una película que, aunque lejos de las grandes obras del genial director mantiene de maravilla el mejor sabor Allen. Sofisticada y sin complejos, demuestra que a su edad, Woody Allen sigue perfectamente en forma, después del bache de la prescindible El sueño de Casandra.