Lo que definía el cine de Tim Burton no era el diseño macabro, o el regusto kitsch -que también. Lo más característico de las primeras películas del director era su rebeldía. La misma rebeldía que llevó a Disney a no entender sus primeros diseños. Sin embargo, en los últimos años, Burton se ha convertido en una factoría de muñequitos, y demás merchandising gótico que de forma anecdótica y casi innecesaria llevaba asociada un estreno de cine, con alguna performance de un Johnny Depp sobremaquillado. Un lenguaje que, ahora sí, Disney entiende perfectamente. Lo mismo da princesas que cadáveres, si a la gente le gusta y se puede vender un libro con encuadernación cara. Burton había caído en la autoimitación, en repetir una serie de características que el público esperaba de él. En su último intento de volver a sus orígenes, se versionó a sí mismo con Frankenweenie, y el resultado, por comparación entre su atrevimiento juvenil y la nueva acomodada copia sin alma, fue desolador.
Y en ese momento, precisamente en ese momento, llega esta película que parece un corte de mangas a todos. A los críticos que antes le apoyaban y que le han abandonado, les recuerda que sus películas, aunque efectivamente ya no son buenas, le gustan a la gente. Lo hace con ese crítico fiero -el personaje real John Canaday- perfectamente encarnado por un oscuro Terence Stamp y que parece heredero del crítico culinario de Ratatouille. Reta a su público, el que espera personajes oscuros, góticos y macabros, el que quiere ver a Depp haciendo sus cosas; y en su lugar, les cuela una película de gatitos. Desafía a su estudio con un producto que no tiene ninguna garantía de funcionar, alejado de el estilo que vende bolsos góticos y figuritas. Parece gritar que está cansado de hacer lo que los demás esperan de él y así, despojándose de su estilo más reconocible, reaparece el Burton original, el que descolocaba al espectador con un producto que no esperaba, el que estaba más interesado en contar sus historias extrañas que en pagarse el piso.
Pero lo mejor es que la película trata precisamente de eso. De recuperar la autoría frente al éxito comercial. Trata de ser honesto con el arte propio, cuando el dinero llega fácil con la enésima autocopia de encargo. Separar de forma muy clara el trabajo de venta de la creación artística. En este sentido, creo que es algo injusto con el personaje de Walter al negarle su importancia, quizá por su propio descontento con el mercantilismo del arte, o quizá por los hechos reales. Quizá Walter es un impostor, pero lo cierto es que ha sido capaz de poner de moda unos productos que realmente no tienen demasiado valor. Puede que Margaret sea la que los pinta, pero Walter es quien los vende, y en este caso, me parece lo verdaderamente talentoso.
Se plantean varios temas de forma suficientemente ambigua como para que el espectador llegue a sus propias conclusiones. La cuestión de creación y venta que comentaba; el arte y el mercado. Pero sobre todo, el arte malo. Burton nos da suficientes argumentos para que cada cuál juzgue si el arte de Margaret es apreciable o no. Un tema que ya había trabajado en Ed Wood -con los mismos guionistas, los casi siempre geniales Scott Alexander y Larry Karaszewski. Deja clara la opinión académica y en ningún momento hay un giro en el que, posteriormente, se les pudiera quitar la razón a los críticos de la época. Lo cuadros son oficialmente malos, hechos en una hora. Pero como anuncian las ambiguas palabras de Warhol al inicio de la película, debe ser bueno si a todo el mundo le gusta. Así que Burton nos cuenta una historia de mal gusto, ese mal gusto que tanto le divierte, e incluso le inspira. Un mal gusto del que en cierto modo participa. Que se enfrenta a los cánones establecidos. En su película más rebelde de los últimos años, nos habla de llevar la contraria. El cine que venía haciendo hasta ahora, ya no llevaba la contraria, estaba absolutamente asumido.
Como no podía ser de otra manera, la propia película toma la forma naif y absolutamente falta de talento estético que tenemos en los cuadros de Keane. Igual que Ed Wood se envolvía en el estilo de serie B, y en blanco y negro. Aquí, desde el principio vemos una urbanización cincuentera, de esas que tanto agradan al director por su falsa felicidad ordenada y su apariencia de anuncio. La misma que vemos en la ciudad de Manostijeras. La protagonista escapa de ese mundo por montes que parecen dibujados a pinceladas baratas. El viaje le llevará a ese universo de excentricidad que terminará en un Hawai hortera, en medio de una reunión de testigos de Jeová. El guión no escatima en excesos, y en una moralina tan ingenua como la propia protagonista. Podríamos resumirlo como “las mentiras hacen llorar al niño Jesús”. Burton rueda una película de gatitos. Una cursilería kitsch y mojigata que no traiciona su propuesta en ningún momento. Una gran broma de la que nos quiere hacer partícipe a los espectadores. En este sentido, recuerda a otro de los trabajos brillantes de la pareja de guionistas, Man on the Moon. La ironía constante en la forma, como la de Andy Kaufman, con esos límites tan difusos en los que uno no sabe si se está riendo con la película o si la película se está riendo de uno. Con una historia de engaños y espectáculo como la pelea para el periódico, que en la película aparece absurdamente de casualidad (de nuevo la ingenuidad) cuando es obvio que es una genialidad de marketing de Walter. Uno llega a pensar si el divorcio y la demanda no es también parte del espectáculo, como la muerte de Andy Kaufman. Lo cierto es que el ataque doméstico con las cerillas no puede resultar más patético, y en definitiva, divertido. En la recta final, el esperpento se desmadra y tenemos momentos hilarantes en el juicio, propios de Jim Carrey (otra vez) en Mentiroso compulsivo.
La pareja protagonista está impecable. Amy Adams en su versión más dulce y cursi; y Christoph Waltz pasadísimo de vueltas, lidiando con excentricidades de guión extremas, con todo su encanto malicioso. Ojalá esta ruptura le sirva a Burton para hacer el cine que le apetece y no el que se le presupone o el que le inunda de dólares. O al menos, que de vez en cuando se permita, como aquí, usar su verdadera firma.