La sociedad japonesa es tan radicalmente diferente a la nuestra que es muy difícil decidirse acerca de hasta dónde llega el retrato y dónde empieza la caricatura en esta película. Lo que está claro es que el director ha decidido contarnos esta historia desde la ironía, el cinismo y en definitiva, desde el humor. No todas las críticas sociales deben estar realizadas desde la lágrima.
La familia japonesa y los problemas de su sociedad. No se deja nada en el tintero, el paro, el orgullo, el autoritarismo machista... y aquello que no muestra explícitamente lo remarca mediante el simbolismo. Magnífica la idea del coche abandonando Japón por mar.
Ninguno de los personajes desmerecen, además de por tener buenos intérpretes detrás, por su profundidad y por estar inmersos en historias que se salen de lo común. Vemos por ejemplo, la escena del ladrón ya en el tramo final de la película, salida de la nada, como si de repente hubiera tomado las riendas del guión un joven Woody Allen. La historia del crío toma su propio camino distinto de lo habitual en el cine de escolares, con esa grandiosa escena de enfrentamiento con el profesor. El niño al que le pierde la sinceridad que los adultos en Japón tienen más que vetada. Quizá por ello, él sea de los pocos que aún puede dejarse llevar por el arte.
Un padre que engaña a su familia (de forma más organizada que Jose Coronado, claro) y que después se indigna con las mentiras de su hijo. Y como colofón, ese hijo con firme principios bélicos que cambia de bando como una veleta (vuelvo a ver la influencia de Allen aquí). Esta subtrama está tratada con la más cínica ironía, cuidándose bien de no hacer cine de pancarta, pero consiguiendo ser verdaderamente ácido.
Una buena película que funciona de maravilla gracias a un guión que, contando algo que ya hemos visto en otras películas japonesas (como Agua tibia bajo un puente rojo), lo hace desde la originalidad.