Esta producción franco-israelí, premiada con la Cámara de oro en Cannes, esconde un par de nombres importantes entre sus responsables. Por una parte tenemos a Etgar Keret, popular escritor israelí que ya obtuvo cierto reconocimiento hace algunos años con su obra Skin Deep. De otra, nos topamos con Shira Geffen, también escritora de prestigio y cuya carrera se ha centrado sobre todo en el teatro y la televisión, cuna de innumerables cineastas. De esta unión solo puede salir una película de lo más particular, una especie de drama surrealista con toques de humor absurdo enmarcado en la ciudad de Tel Aviv. En esa urbe, que los directores van a representar como algo irreal, van a discurrir las historias de todos protagonistas, individuos sumidos en angustias y melancolías que hallaran a través de una serie de elementos fantásticos su particular redención.
El riesgo de este film es más que evidente. Cuando uno juega con la naturaleza de lo onírico sin tratar de explicar una historia a través de las metáforas, muchas veces se corre el riego de caer en la esfera de la desfachatez. El espectador no es idiota y no le gusta que le tomen el pelo con películas pretendidamente atmosféricas, camufladas bajo la fachada de un romanticismo idealista pero que esconden bajo su superficie una completa falta de principios por parte del director. Mucho de esto puede achacársele por ejemplo a Tideland, última película del controvertido director Terry Gilliam. Espero pues un film inteligente para con el público, que no crea que puede permitírsele todo tipo de excesos. Magia sí, pero sin recurrir al burdo truco del prestidigitador. Pero antes de ser malpensado, vamos a conceder a Meduzot el beneficio de la duda. El premio obtenido en Cannes nos incita a pensar en una obra llena de virtudes. Unas virtudes que la Academia de Cine Israelí no ha dudado en premiar con catorce nominaciones a sus premios anuales, varias de ellas centradas en el reparto actoral.