Hay muchos directores españoles (y de
otras nacionalidades) que copian sin miedo los esquemas del cine
estadounidense, pero sólo algunos pocos, como es el caso de Enrique
Urbizu y, por ejemplo, también Alex de la Iglesia, saben
adaptarlo a nuestro terreno. El comienzo de esta película no está
lejano del de Torrente, un policía acabado devorando alcohol.
Lo hace en un bar sin glamour, en una tasca. En ambas películas el
costumbrismo español está muy presente, pero eso no impide a Urbizu
conseguir un tono serio, de manera que consigue un arranque con una
potencia brutal en el tiroteo del club.
La dualidad entre género y
costumbrismo está muy lograda. El género está no sólo en la
trama policiaca, violenta y negra. Lo vemos en ese policía de barba
descuidada al que casi podemos oler el aliento a ron y tabaco. En
esos antros mugrientos, en la condición marginal de los personajes.
Y a su vez, esa mirada realista tan difícil de conseguir. Esa manera
de mostrar la vida privada de los personajes, no sólo en la llamada
de la jueza a su casa para hablar con su hijo en medio de la
investigación, no; es que si atendemos bien veremos que desde el
principio en su fondo de escritorio del ordenador hay un dibujo de su
hijo. ¿Y el viejo tópico de entrar en una casa con la linterna en
la mano para conseguir atmósfera? El protagonista busca primero los
mandos de la luz, como haría cualquiera. El confidente que ha salido
en series de televisión y frecuenta gimnasios. Todo eso está ahí,
muy cuidado. Como los diálogos, naturales, a medida de cada rol.
La película se mete en cuestiones
mayores al abordar el tema del terrorismo y, como telón de fondo, el
problema de la globalización - cuestiones claramente relacionadas.
Pero Urbizu no quiere ir más allá, lo deja de fondo, y por supuesto
huye despavorido de cualquier desenlace heroico antiterrorista en el
último segundo de una cuenta atrás. La película es otra cosa, es
un José Coronado inmenso con una imagen poderosísima degollando y
disparando su escopeta indiscriminadamente para conseguir un objetivo
que ya no consigue vislumbrar. Un perro herido, sucio y abandonado,
que lucha hasta su último aliento y que acaba como empezó, con el
dedo en el gatillo de un revolver.