Looper es una película
comercial, de entretenimiento, de palomitas. No escapa de ello, al
contrario se enorgullece porque no tiene nada que ocultar, pues lejos
de ser un producto enlatado, es aire fresco y renovador para un
subgénero tan castigado como es el de los viajes en el tiempo.
Looper es ante todo distinta.
Es distinta, para empezar, porque su
planteamiento es absolutamente original -de disparatado, quizá, esa
forma tan particular de retirar cadáveres. No pierde el tiempo y nos
muestra la cuestión de un modo crudo e impactante. El protagonista
esperando con un cronómetro, un trabuco y un plástico protector en
el suelo, en un campo apartado. Suspense de noir rural, donde parece
que los asesinos de A sangre fría vayan a irrumpir en un
cuadro de Hopper. La solución visual más seca para la aparición
del viajero, el antiquísimo stop trick. En plena era digital, de
excesos, de 3D y de efectismos, una solución del cine mudo. Honesta
desde el principio, sin adornos.
Como tampoco hay adornos para ese
futuro cercano. Es distinta en su moderación, inusual en una
superproducción de este tipo. Distópico por pura pobreza, sin
atmósfera. Las cosas no han cambiado demasiado: la granjera se
emplea a fondo con un hacha rudimentaria, momentos antes de enviar
una fumigadora automática -muy roñosa, eso sí. La misma máquina
del tiempo es un viejo cacharro sin glamour escondido en un almacén.
Si bien la tecnología avanza, no hay necesidad de reconvertir todo a
un mundo futuro. Todo ese universo es tan viejo como nuestro
presente. También sabe diferenciar el tiempo lejano del cercano, con
un par de detalles fundamentados en la decoración y el vestuario,
con esos deliciosos sombreros de ala amplia que llevan los matones
que buscan al protagonista.
Es distinta hasta en su concepción de
los viajes en el tiempo. Aunque sus principales referentes son, en
palabras del director, 12 monos y Terminator -el
primero se hace evidente en la presencia de Bruce Willis y en
sus motivaciones; el segundo en parte del argumento- el modelo es
diferente. Si aquellas se movían -permitidme la pedantería- en la
línea del principio de autoconsistencia de Novikov, con una línea
temporal inalterable a los cambios paradójicos; ésta adopta la
opción de una realidad sujeta al cambio. El director consultó con
el realizador (ingeniero y matemático) Shane Carruth, responsable de
la película definitiva sobre paradojas temporales, Primer. Se
entiende que siga su modelo, que, para que todos nos entendamos, es
el de Regreso al Futuro. Todo cambia, y como en aquella, se
toma la licencia de que los viajeros cambien en tiempo real, premisa
que exprime con gran imaginación, consiguiendo secuencias como la de
la captura del primer looper escapado. Siniestra, original y con un
ritmo frenético.
Otro efecto colateral de este fenómeno
ficticio que explota al máximo es el de la memoria cambiante. Así
consigue uno de los mejores momentos. El personaje de Willis,
aferrándose con desesperación al recuerdo de su amada,
enfrentándose a perderla para siempre de verdad, es decir, perder al
amor que habita en su recuerdo. Y esta idea genial me lleva a
destacar el gran punto fuerte de la película, que la hace distinta
de nuevo: a la fría estructura lógica de paradojas que mueve la
trama, añade los elementos emocionales que dan cuerpo y vida a la
película. Se entiende y se siente al mismo tiempo, y esa es su gran
victoria. Este tipo de cine suele pecar de frío o de ser demasiado
simple a nivel emocional.
El espectador medio puede seguir la
trama sin demasiada dificultad, porque no está enrevesada más de lo
necesario y porque el Rian Johnson, el director, nos ayuda con
secuencias tan brillantes como el del resumen impecable de la vida
futura del yo anterior del protagonista. En lugar de pedir un
exceso de implicación intelectual en la trama, Johnson nos exige una
valoración emocional. Y es que juega a lo impensable en una película
de acción comercial: nos pregunta de parte de quién estamos. ¿Quién
es el héroe y quién es el villano? ¿Son los dos Joe el mismo
personaje? Sin giros ni trampas, nos muestra lo mejor y lo peor de
cada uno. El verdadero conflicto no es el rompecabezas, es la duda, y
Johnson resuelve ambos de una manera brillante y hermosamente
coherente, a la que ya podemos incluso anticiparnos.
No se puede pasar por alto el increíble
y vistoso trabajo de imitación de Joseph Gordon-Levitt, que,
cargando con algún exceso de maquillaje, consigue ser y no
parecer. Impecable. Jeff Daniels, en un papel menor,
aunque con importancia -y con guiño en el tiempo, según creo-
también hace un trabajo excelente. Es un villano también distinto,
implacable pero razonable, con un fondo humano. Daniels borda todos
esos matices. Los dos comentados, así como Willis en un papel que
sabe manejar de maravilla, y en general todo el reparto están muy
bien, pero aquí hay una nueva estrella que luce especialmente. Hablo
del jovencísimo Pierce Gagnon, que expresa emociones
desbocadas con una capacidad inesperada en un niño.
En cuanto al aspecto puramente visual,
como decía antes, Johnson apenas adorna. Acción seca y efectiva,
guiños al noir, distopías urbanas y algo de retro rural. Casi toda
la dirección está supeditada a lo efectivo, al realismo y la
coherencia estética, pero sí tiene un momento bellísimo: el primer
ataque telequinético, con ese lirismo sangriento que deja la boca
abierta.
En su tercera película, Johnson
consigue una riqueza asombrosa, en casi todos los aspectos. Consigue
también algo tan difícil como es mezclar el cine de entretenimiento
con la calidad y el gusto por el detalle. Estoy deseando que mi yo
del futuro la vuelva a ver.