Woody Allen confirma con esta
película que está en perfecto estado de forma. Ha echado mano de
algunos de los recursos que ha ido mostrando a lo largo de su carrera
para conformar una película sólida y equilibrada.
Juega con la ilusión convertida en
fantasía de La rosa púrpura del Cairo. Una vez más, esa
rutina y esa nostalgia de un mundo idealizado, que no esconde otra
cosa que el descontento de sus protagonistas. Allen articula esta
historia al rededor de una nueva versión de su clásico personaje,
la que ya interpretara antes Kenneth Branagh, John Cusack o Jason Biggs, con
tartamudeos incluidos, ahora encarnado por un muy eficiente Owen
Wilson.
El director hace gala de sus mejores
capacidades a la hora de crear secundarios, apoyándose sobre todo en
leyendas de la literatura como ese "veraz" Hemingway, dispuesto a
buscar pelea por placer, o el Dalí que sirve de lucimiento a Adrien
Brody. Aunque quizá, sea un personaje anónimo el secundario más
propio del director, y es ese cultureta pedante hasta límites
insospechados y muchas veces errado que interpreta Michael Sheen con gran acierto.
Por supuesto, el director nos presenta
un París de postal, cuestión que se enfatiza en los viajes al
pasado. Con un comienzo similar al de Manhattan, nos ofrece los
encuadres más bucólicos de la ciudad. Y en general, se dedica a
regalarnos planos de lo más estéticos, con unos azules simplemente
deliciosos, poco habituales en su fimografía. Una película
divertida, bella, con mucha alma y con un mensaje claro: no idealices
el pasado, disfruta de tu presente.