Es curioso que el segundo trabajo de los realizadores Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud sea con personajes de carne y hueso y sin embargo, sea de un género mucho más cercano a la fantasía que Persépolis, su primer y aclamado film que era de animación. Esta cinta es, para decirlo resumidamente una fábula sobre la vida, y ante todo, sobre el amor.
Miles de películas nos han hablado sobre amores eternos, amores imposibles, amores que traspasan el tiempo y el espacio, pero pocas han sido capaces de emocionarme de verdad. Lo interesante es que la emoción no nace tanto ni por su historia, ni por su narración desfragmentada. Este estilo de mostrar pequeños retazos del verdadero quid de la cuestión a lo largo que avanzan los minutos, podríamos incluso adjetivarlo como un truco de magia barato, que tampoco ayuda a hacer más llevadero su ritmo. La verdadera fuerza del film nace de unos personajes tan nítidos a la vez que fabulescos mostrando sus emociones, con unas metáforas sobre la vida apabullantemente hermosas. Eso, sumado a la constante ambientación de cuento de hadas ambientado en tierras cálidas de estéticas tradiciones, te imbuye en un halo ensoñador, con un sabor a nostalgia omnipresente en casi todas las escenas de la cinta.
A nadie se le escapa que ciertos pasajes recuerdan a la mítica Amelie, pero no tiene la misma vitalidad ni alegría. Desde luego, no es un canto a la vida, si no una extraña pero bella parábola que representa que los humanos somos tan dueños como víctimas de nuestro destino, sin tener nunca claro cuándo o hacia dónde decidimos nuestros caminos. Los románticos disfrutarán de su final, los melancólicos lo adorarán.