Sin city me ha resultado grata, sigilosa y engañilla, adjetivos que en nada he de reprocharle, me encanta esa serie de cualidades en un film, por eso me ha gustado, por esto me resulta cruel en sí misma, cruel con el cine, sincera consigo misma, sincera con los espectadores.
Desde un comienzo arrebatador que plasma sin duda alguna las directrices a seguir de la historia, de sus formas y abusos de voz en off, las cosas quedan claras y a pesar de vagar por cierto halo de exagerada predisposición a la fantasía postcómic en la historia central con momentos más o menos de risa contenido por la quijotesca situación que nos muestra Owen, me he mostrado dispuesto a respetar lo que se me presenta en la pantalla, con una calidad de imagen discutible pero trabajada, con entusiasmo y llena de detalles que realmente se agradecen.
Esa violencia, ese caer de los personajes que se repiten y que nunca parecen terminar de morir en sus propios llantos de soledad, me hace pensar en que posee una de las necesidades de siempre, el no acabar de los héroes, el no dejarlos caer, esa historia más allá que antes no se ha visto porque la realidad de una muerte segura no nos lo permitía.
El sueño de contemplar que es realmente difícil acabar con el personaje tremendamente herido y juzgado, que viaja a por su muerte por una venganza de honor, está reforzado por la idea de ser tremendamente pesado en la idea de seguir en pie, de mantenerse con frases lapidarias, u otras dignas de pataleta. Esa es la magia de una ciudad sumida en el caos de unos personajes que pueden llegar más allá que los mil mafiosos, policías y tipos duros de siempre. Ese minuto de muerte agónica aquí se prolonga un poco más, a veces hasta mucho, y es lo que da vida a la fiereza desmedida de crueles matices de un mundo tan cruel y débil como el de Sin City.