El caso de Wayne Wang es una rareza dentro del panorama del cine independiente norteamericano. Su prolífica vida profesional, a medio camino entre su país de origen y Estados Unidos, ha venido cargada de producciones que le han granjeado un buen grupo de admiradores, sobre todo a raíz de sus colaboraciones con el escritor y cineasta ocasional Paul Auster, que también ha vuelto a las andadas con La vida interior de Martin Frost. El de Hong Kong adapta en esta ocasión un libro de historias cortas de la escritora Yiyun Li, una autora que a Wang parece inspirarle sobremanera, pues el otro film que ha dirigido este año, The princess of Nebraska, supone también el paso a la gran pantalla de un relato corto de la novelista.
A thousand years of good prayers es, ante todo, una película amable. La historia que nos cuenta, centrada en el reencuentro entre un anciano chino y su hija, inmigrante solidamente asentada en Estados Unidos, supone una exploración de los sentimientos humanos y la forma en que estos se expresan. Es una premisa entrañable y dramática a partes iguales. No obstante, el drama que aflora a lo largo de la historia no es uno terriblemente descarnado, sino pequeño y cotidiano, como una espina clavada desde hace años en un rincón del corazón al que no se quiere mirar. Es un dolor ordinario y realista que halla su epicentro en unas relaciones familiares demasiado distantes. Este distanciamiento está expresado en dos niveles diferentes, es decir, a través de unas diferencias tanto culturales como generacionales.
Estos contrastes de culturas y pareceres quedan perfectamente recogidos a lo largo del film, pero el director es lo suficientemente inteligente como para no dejar que caigan en la caricatura. El más claro ejemplo son las conversaciones que mantiene el anciano con la mujer iraní del parque, también una extranjera. Le resulta mucho más fácil comunicarse con ella por signos que con los foráneos a través del poco idioma que domina. Al fin y al cabo, lo que trata de expresar el director es que la comunicación se basa principalmente en una buena voluntad interior. Compárese estas escenas del parque con esas otras en las que el Señor Shi se relaciona de una manera u otra con el casero del apartamento o los demás residentes de la urbanización. Pero el éxito del dialogo resulta mucho más arduo en relación a la única persona con la que puede entenderse perfectamente en su idioma, es decir, su propia hija. Aunque esta insista que es capaz de expresar mejor sus sentimientos en inglés, todos entendemos el mensaje oculto que hay tras esas palabras. El que la historia de amor que mantiene tenga como contraparte a un hombre de nacionalidad rusa no es en absoluto casual, como tampoco lo son la presencia de esas matrioshkas que su padre examina en su habitación.
Los toques de humor, perfectamente introducidos en la historia, se basan en este primer contraste cultural, que ejemplifican las diferentes reacciones de las persona ante el sujeto extranjero -engaño, asombro, suspicacia o incluso indiferencia- mientras que la parte dramática corresponde a la segunda confrontación, ese dialogo familiar de base puramente sentimental. Cuando Wang opta por centrarse, una y otra vez, en la rutina de la copiosa cena que cada noche el señor Shi prepara para su hija, deja bien claro cual de las dos partes está tratando de esforzarse en dar el primer paso. El recibimiento que Yilan da a su padre al llegar al aeropuerto deja patente la frialdad que siente hacia su progenitor, debida a unas causas que se nos irán desvelando poco a poco. En efecto, las escapadas de Yilan cada noche para no tener que afrontar la presencia de su padre son de lo más esclarecedoras, como lo es esa escena en la que el Señor Shi trata en vano de entrar en la biblioteca donde trabaja su hija para hacerle una visita.
Incapaz de comprenderse mutuamente, el anciano solo acierta a tratar de entender los motivos de la infelicidad de su hija, unos argumentos en los que esta no está dispuesta a profundizar. Finalmente, las barreras sentimentales se superarán de improvisto gracias a otras barreras físicas. La escena en la que, sentado en la cama, el anciano relata su vida con una sinceridad fuera de toda duda, mientras al otro lado de la pared su hija le escucha, es fantástica. Cuando no se miran a la cara, las cosas resultan más sencillas. A pesar de lo inesperado de este primer acercamiento, esto no significa que todos los problemas se resuelvan como por arte de magia. Incluso en su desenlace, la película logra no caer en lo fácil. Otras referencias, como esa velada mirada al comunista curioso que representa el protagonista, no son abordadas con mayor detenimiento debido a la corta duración de la película, que en todo momento es consciente de la temática que quiere tratar.
El gran trabajo realizado por parte del actor Henry O se asienta sobre las bases de un papel puramente comedido pero repleto de matices. El suyo es el típico caso de actor secundario al que -tras trabajar en innumerables producciones mediocres- un director otorga un papel para su lucimiento personal, consciente de su tremendo potencial. En efecto, el Señor Shi y su benevolencia inundan toda la pantalla. El premio obtenido en San Sebastián confirma que su interpretación traspasa fronteras. A excepción de su hija, interpretada por una cumplidora Faye Yu, el resto de secundarios tienen un papel meramente circunstancial, aunque si hay que destacar la presencia de alguno, es la de la veterana Vida Ghahremani. A la hora de rodar la historia, Wang recurre en más de una ocasión a la alternancia de planos fijos, dotando al conjunto de la obra de una apariencia pausada y elegante. La fotografía es, en consecuencia, tremendamente natural.
A thousand years of good prayers es pues una película sencilla y elegante desde el punto de vista cinematográfico, centrada en un argumento sin excesivos alardes ni excesos y al que se le pueden sacar los mensajes sin complicaciones. Quizás la historia resulte algo distante de cara al espectador, pero también es cierto que su comedimiento funciona a la perfección. Estos son los aciertos de un trabajo que habla de cosas profundas recurriendo a eventos sencillos. Es cine independiente y de autor, pero no deja de ocultar una cierta faceta comercial. En cualquier caso, justo premio a la mejor película en la edición número 55 del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, aunque no destaque demasiado por encima de otros trabajos a concurso.