Superman nunca ha sido un tipo duro, eso para empezar, al revés, el personaje, al menos en el mundo del cine, ha sido siempre simpático y alegre, hasta de niño enfermizamente educado y positivo. Clark Ken es la esencia, el hombre especial que simplemente quiere ser humano.
El secreto por tanto de su éxito, en todas las películas, lo que hacía tiernas y creíbles las andanzas del hombretón con pijama, era verle evolucionar y descubrir, a modo de adolescente con cuerpo de hombre, y además de vez en cuando verle debatirse en duelos con enemigos un tanto fondones, dígase de paso.
Si la anterior entrega del personaje a manos de Bryan Singer fue tediosamente lenta y filosófica, hasta pedante y agónica, el nuevo intento de Zack Snyder (300 o Watchmen), un virtuoso de la imagen y la transposición al cine de lo imposible, haciéndolo realista, no creo que vaya por mejor camino.
Es posible que engendren imágenes llenas de fuerza sobre los poderes y la turbulenta necesidad de manejar energías y potencias, pero el personaje real, el que ha gustado a todos en la primera saga, seguirá muerto y enterrado, difuso en un intento de humanizar en divagaciones y dudas que hacen del hombre de acero un ser profundamente depresivo y dubitativo, y eso únicamente ha funcionado en la reconversión de Bond.