Está claro que Hitoshi Matsumoto no es plato para todos los gustos. No duda en poner a prueba la
paciencia del espectador, confiando en que, finalmente, la recompensa
habrá valido la pena. No tiene problemas en asomarse al precipicio
del mayor ridículo, donde el espectador puede reaccionar
positivamente o bien rechazar de plano su planteamiento.
Personalmente, me he divertido de lo lindo con esta película.
Desternillante.
Si ya con su primera incursión en
cine, Dai Nipponjin, su planteamiento era deliciosamente
disparatado, se puede decir que aquí, en su segundo trabajo, incluso
pisa más el acelerador de la locura, ofreciendo una película que se
pierde en algún extraño punto intermedio entre Super Nacho,
la ciencia ficción más metafísica, los dibujos de la Warner y Mr
Bean. Se diría que todo encaja a la perfección, o quizá todo lo
contrario, pero ahí está Matsumoto, desafiante, sin concesión
ninguna al mercado, refugiándose en el único lugar donde su
propuesta puede ser aceptada: Japón.
Todo un hilo de la trama destinado a un
sólo gag, insertos de tutoriales la mar de dinámicos, un
planteamiento absolutamente desquiciado, gags impagables y un final
apoteósico. Todo eso ofrece esta película que por muchas razones
puede ser rechazada por gran parte del público y en parte con razón. Esa es una
de sus virtudes, su condición personal y de producto a medida para
cierto sector de los espectadores, ávidos de nuevas ideas.
No es tan redonda como su primera
película, pero marca una esperanzadora línea con la que el director
empieza a situarse entre algunas de las propuestas actuales más
refrescantes. Veremos por donde evoluciona y si es capaz de seguir
por este camino cuando no ha habido una respuesta internacional
demasiado positiva.