El drama familiar es una temática que últimamente parece copar absolutamente todas las producciones de autor. Japón no es una excepción, pero el director Hirokazu Kore-Eda ha decidido abordarla a través de un desarrollo tranquilo. Still Walking es de esas películas en las que parece que no está pasando nada pero por detrás se nos están contando muchas cosas. Solo hay que estar atento para darse cuenta. Por mucho que el cine japonés sea pausado, la serena sensibilidad con que se examinan todos los resquicios de las relaciones familiares durante las casi dos horas de duración de la película es algo fuera de lo común.
La reunión de los miembros de la familia en torno a la comida -una visión típicamente japonesa- sirve al director para hablarnos de personas que siguen adelante a pesar de los traumas del pasado. Cada uno sufre sus propios problemas y se rehace de sus heridas como puede, invitando al culpable de la muerte del hijo perdido a comer todos los años, encerrándose en un despacho que ya no tiene razón de ser o abrazando las viejas fotografías. No se trata de personajes planos, sino que todos muestran más de una cara. La radiografía de la familia Yokoyama es rica y profunda, salpicada de pequeños toques de humor y llena de matices. La presencia de los Cuentos de Tokyo de Ozu es, efectivamente, poderosa, aunque en este caso sean los hijos quienes visiten la casa de sus padres.
En este tipo de producciones es normal encontrar muchas referencias culturales difícilmente comprensibles para el espectador no japonés, pero no es el caso de este film. Aunque algunas de las cuestiones que aborda la película son eminentemente niponas -la vergüenza del fracaso laboral, la figura de un padre ausente o la eterna carga de la culpabilidad sin expiación posible- lo cierto es que los problemas que aborda son comunes a todo el mundo. Por eso Still Walking no se hace pesada en ningún momento. Aunque sea un trabajo muy pausado, la sucesión de insinuaciones veladas al espectador se produce a una velocidad pasmosa. Es además una película muy agradable de ver, siempre a través de esa luz de verano, la sombra de la sobremesa y el dulce sonido de una guitarra.
Kore-Eda dejó patente en Daremo Shiranai que es un excelente director de actores. Si antes lo hiciera con los niños, ahora extiende su dominio de la situación a intérpretes de todas las edades. Desde los veteranos Yoshio Harada y Kirin Kiki hasta el más joven Shohei Tanaka, pasando por You, Hiroshi Abe y Yui Natsukawa, sus caracterizaciones son superlativas, tremendamente naturales en sus diálogos y gestos. Se ve que el director trabaja a gusto con ellos, porque repite con más de uno. Dejando a un lado las infinitas cutre-producciones niponas con cantantes de moda, lo de los intérpretes japoneses no tiene nombre. Son todos magníficos.
A algunos espectadores el epílogo de la película les parecerá seguramente innecesario. Para mi tiene una lógica perfecta. La película finaliza su exposición intimista con el regreso tranquilo al cementerio de la colina y el descubrimiento de una triste verdad: No se puede recuperar el tiempo pasado. Son las pequeñas penas que se recuerdan los días de lluvia, los errores cometidos que uno ya nunca podrá remediar y que a veces regresan en forma de mariposa amarilla. Sobran las palabras. Una preciosidad.