En el cine de Jaime Rosales, el
fin justifica los medios. Sus películas son artefactos con un
objetivo marcado y para conseguirlo se puede sacrificar cualquier
tipo de consideración convencional acerca de cómo debe ser una
película. En La soledad, se centraba en la vida diaria,
despreciando cualquier tipo de concesión al entretenimiento. El
espectador podía llegar a aburrirse pero cuando bajaba la guardia,
le golpeaba con fuerza con un suceso inesperado. Como en Un tiro
en la cabeza, conseguía subrayar la gravedad de un hecho
violento a través de la inmersión en la cotidianeidad más
absoluta.
Repite fórmula en este último
trabajo, pero evolucionando, refinando su propuesta, eliminando
incluso la única concesión puntual que se permitía hasta ahora:
ese golpe inesperado. Ahora, esquiva las escenas de impacto para
centrarse exclusiva y escrupulosamente en lo cotidiano. Rosales
muestra lo que ocurre entre los hitos narrativos, dejando que estos
sean comprendidos indirectamente por el espectador. En este sentido,
esta es la propuesta más honesta y radical del director, despoja su
película de cualquier atisbo de elementos de narración
convencional. Muestra la vida sin adornos, tanto que elimina incluso
el color, la iluminación artificial y en gran parte, el montaje. El
resultado, es tan crudo y desnudo que se percibe con un realismo descarnado.
La gran victoria del director es que
consigue, con esas limitaciones transmitir toda la intensidad que
quizá no consiguieran las imágenes más impactantes. Escenas como
la del entierro, con ese trivial espectáculo de los enterradores
trabajando como comunes obreros de la construcción, que desmitifica
los rituales, deja tan a la vista el absurdo existencial, que produce
un cierto vértigo ante la idea de la muerte. Esperar en un
aeropuerto, sobrevivir a los recuerdos de un parque, trabajar después
de un suceso que supera en importancia cualquier tarea. Cada pequeño
detalle de la vida de los personajes nos golpea con el mayor de los
abismos: la realidad.