Con El nido vacío Daniel Burman regresa una vez más a su temática favorita, la de la identidad difusa y los redescubrimientos personales. Lo hace además a través de una película inteligente, original y muy bien planteada que lleva a buen puerto una idea nada sencilla de plasmar en imágenes. El desarrollo exige del espectador curioso un poco de atención y -sobre todo- cierta paciencia, pero el mensaje final del film no podía estar mejor planteado.
Leonardo es un escritor y padre de familia que parece atravesar ciertos conflictos internos. Tras presentarnos a los personajes en el transcurso de una cena de amigos, avanzamos unos cuantos años en el tiempo para reencontrarnos a un hombre que con la partida de sus hijos del nido familiar comienza a replantearse su vida. Este punto de partida sirve de apoyo a Burman para analizar a través de un relato ficticio las relaciones cotidianas de la sociedad argentina burguesa y los entresijos mentales del propio Leonardo. Que nadie se sienta estafado: La película no es en absoluto una comedia, aunque haya mucho humor de por medio.
Tras el engañoso título del film se esconde una historia en la que al principio no nos queda claro si lo que vemos es o no fantasía. Para que no haya dudas, antes de que se descubra el pastel el director ya no está dando alguna pista de que todo lo que vemos no es sino una invención del escritor. Todo ha sido un falso sueño, apuntes preliminares de su próxima novela. Como artista, su trabajo no deja de ser una exteriorización de sus inquietudes futuras, la temida crisis creativa, el deterioro de sus relaciones matrimoniales o la emancipación de unos hijos que comienzan a hacerse adultos. En este sentido, es muy relevante la visión del proceso creativo que Burman expone en más de un momento del film. En efecto, el escritor siempre habla de si mismo.
Evidentemente, el sueño del protagonista da pie a utilizar escenas francamente chocantes, esos momentos onírico-realistas tan propios del cine latinoamericano. Los ensayos musicales improvisados que tanto recuerdan a Bailar en la oscuridad de Lars von Trier son geniales. Incluso llega a sonar el bolero de Ravel y durante un momento creemos ver aparecer a Bo Derek en pantalla, una referencia indiscutible al tema de la crisis de los cuarenta. El director está jugando claramente con los conocimientos cinematográficos del espectador. Lo mismo puede decirse de las escenas en que Leonardo hace volar su avioneta o del viaje a Israel, ese escenario del Mar Muerto que existe pero que parece sacado de algún mundo irreal. La fotografía de Hugo Colace es esencial para lograr que esos pasajes sean eficaces.
Al éxito de la película contribuye el buen hacer de los actores, sobre todo el de Oscar Martínez. Justa concha de plata en el Festival de San Sebastián. Cecilia Roth tiene poco peso en la historia, pero cuando aparece también convence. Quizás el resto de personajes queden un tanto desdibujados, pero si se tiene en cuenta el hecho de que solo son fantasmas en la imaginación del protagonista, esta pega pierde toda importancia. En cualquier caso, las apariciones de la dentista y el sociólogo -que grande es esa referencia tan argentina- son de lo más interesantes.
Una vez más, Latinoamérica demuestra que es la gran esperanza del cine. Ojalá que de todos esos países del continente que hoy en día apenas pueden permitirse producir unos pocos largometrajes cada año salgan creativos como el autor que firma esta película. Aunque nos cuente cosas que el cine ya ha abordado antes, Daniel Burman lo hace con estilo propio y elegancia. Con este film el director de Derecho de familia se reivindica como el cineasta argentino más interesante de su generación.