Uno se cansa de oír y de repetir que Clint Eastwood el último gran director heredero de lo clásico. Ojo, que en mi caso, menos que en cualquier otro, la utilización del término clásico no es peyorativo. Clint ha sabido heredar la manera de narrar de los grandes narradores de la Historia del Cine. Por ahí pululan aún hoy otros grandes como Scorsese, Spielberg o Coppola, que precisamente simbolizan otra cosa.
Uno de los grandes referentes de Clint Eastwood ha sido Don Siegel, el director de Harry el sucio, que en 1976 le dio la oportunidad a un John Wayne, diagnosticado con cáncer, despedirse del cine del oeste y, sobre todo, despedirse del personaje que tan tas veces interpretó en su carrera, en El pistolero, un western crepuscular. Gran Torino bebe de esa idea, es un western crepuscular moderno, que sirve a Clint Eastwood para poner punto y final y dar un emotivo homenaje al personaje de mil caras, pero siempre único y reconocible, que lo elevó a la gloria. El sarcástico, el fuera de la ley, el justo, el implacable, el duro...Y Eastwood nos va regalando todas esas facetas, pudiendo recordar aquí o allá otras películas suyas, para llegar a un punto en el que se despide rodando su muerte y su funeral.
Gran Torino es un homenaje que Eastwood se hace a sí mismo y, por ende, a su cine. Todo su cine pasa por delante de nuestros ojos. Pero Eastwood ha llegado a ser lo que es por una sensibilidad especial, y no se conforma con eso, sino que nos regala una entrañable historia que nos hace revolvernos en la butaca con los ataques racistas o con la violación de su vecina, nos hace reírnos con sus alardes de huevos como cuando encañona a una pandilla de negros con su índice, y que nos emociona con esa suerte de autoinmolación.
Una película sencilla, sensible, a flor de piel, en la que Eastwood nos vuelve a demostrar que necesita poco para contar mucho y hacernos sentir el infinito.