El personaje de Alan Turing es apasionante en muchos sentidos. Como matemático, como pensador, cómo decodificador de códigos de los nazis y como un perseguido homosexual. Comentaba hace unos meses que de muchas maneras se podía hacer una película fascinante sobre su vida y ya adelantaba, que todo indicaba que que no sería este el caso, pues la propuesta apestaba a convencionalismo e incluso mojigatería. Y no andaba muy desencaminado, pero me quedé corto. Lo que por lo menos podría haber sido un funcional biopic al uso, entretenido, se queda en un molde sin talento con algunos momentos que rozan el sonrojo.
No empieza mal. Con un resultón juego de situación que nos presenta el futuro del personaje con cierta intriga. Incluso, se permite algún guiño para el espectador, como cuando el policía se despide de él con el comentario de “suerte con el cianuro” -aunque no aparece en la película, el suicidio de Turing será por envenenamiento con cianuro. Pero pronto, cualquier intención por conseguir una obra con mínima personalidad se desvanece en una historia enlatada y complaciente.
Se dibuja a Turing con el estereotipo habitual de científico incapaz de sociabilizar, reduciendo los matices de sus personaje a la mínima expresión. Por mucho que Benedict Cumberbatch sea posiblemente el actor más indicado para el papel, el personaje no le da para mucho. Se simplifica al máximo la hazaña científica, y se fuerzan cuestiones éticas extremadamente simplistas. Se plantea la creación de la máquina como una ocurrencia del científico que nadie entiende ni apoya -incluidos sus inteligentes compañeros- cuando otros ya estaban utilizando máquinas para decodificar. Igual de absurdo resulta cuando los matemáticos toman decisiones estratégicas de guerra; otra manera de plantear dilemas éticos gruesos, a costa de cualquier verosimilitud. El resultado, en general, es un guión que no sabe encontrar las claves de lo que está contando y se inventa las suyas propias, con recursos trillados para trazar un personaje a medida en una situación artificial.
Pero lo peor no está en que no se sepan entender los valores dramáticos del material. Lo peor es que ni siquiera se cumplen los mínimos a nivel de género. Se busca, de forma difusa y puntual, algunos momentos de suspense, absolutamente insípidos. Se apela al drama bélico, con imágenes tan vacías que solo provocan aburrimiento. Toda la estética, llena de sol y de pulcritud, no ayuda demasiado a la atmósfera que podía crear una historia de espías. Se abren hilos, como el de la investigación policial, que no llegan a ningún lado. Y por supuesto, la mojigatería a la hora de mostrar su homosexualidad, cuestión esencial para desarrollar algunas partes de la historia. Un conservadurismo que no se entiende a estas alturas y que desbarata cualquier pretensión dramática de la película, que pretende entrar en todo pero sin mancharse jamás.
Los Wenstein han querido preparar su nuevo producto de Oscar -espero que no consigan demasiados- y han decidido que dominan tanto el mercado que ya no necesitan un director (la falta de imaginación y talento de Morten Tyldum es penosa) ni un guionista (el novato y a todas luces incompetente Grahan Moore). Les basta con tener un protagonista de Oscar en un papel prefabricado para intentar ganar. Contratar a Alexandre Desplat para la banda sonora, que está muy por encima de las posibilidades de la película. Un tema de superación, que nos pueda recordar, por época y lucha, a una reciente ganadora El discurso del rey. Y como guía para no perderse, la ganadora de cuatro estatuíllas, entre ellas película, Una mente maravillosa. Como en aquella, un ambiente de matemáticos trabajando; una relación con una mujer matemática que destaca sobre el resto -olvidemos que es gay-; un protagonista que no sabe tener amigos, pero tiene un buen fondo. Como en aquella, un compañero, Matthew Goode, que es casi tan buen científico como él pero mucho más sensato y que terminará siendo su gran apoyo, el equivalente de Josh Lucas en la otra. Como en aquella, la gran revelación que dará la solución aparece en un bar, en medio de una situación de ligue. Como en aquella, un amigo imaginario será el último refugio de una mente atormentada -bien sea el compañero inventado por la esquizofrenia o Christopher, el amor perdido que pretende ser recreado en una máquina. Aunque claro, aquella tenía director y guionista. Comerciales, sí, pero supieron darle un alma, y estaba bastante mejor rodada, con ideas visuales, con atmósfera de misterio y suspense.
Los Wenstein han creído que esta vez no era necesario, que se podía hacer un juego de imitación, y hacer que la película simplemente pareciera tener ese alma. Conocen tan bien los rasgos del éxito que han llegado a creer son la verdadera esencia. Y aquí es donde más se acercan al tema principal de lo que están contando y que da titulo a la película. El juego de la imitación, que tan superficialmente se toca en la historia, y que se centra en determinar si una máquina piensa en función de si es capaz de engañar a un humano por sus respuestas aparentemente convincentes. Aquí, si al público, y los académicos, los resultados de este producto les funcionan, poco importará que debajo de todo no haya más que un frío molde que replica lo que, en teoría, funciona. Mi voto está claro: no hay un autor detrás de la cortina, solo un amasijo de tópicos trillados y personajes estereotipados. No hay alma.