Pedro Almodóvar probablemente alcanzó la cota de todo aquello que deseaba hacer con las películas Todo sobre mi madre, Hable con ella y La mala educación. Desde entonces, su cine adolece de una falta de referencias claras más allá de una mezcla entre autocomplacencia estética y de divagación impropias de un director de su talla y de su madurez.
Con Volver nos planteó una vuelta a los orígenes, en claro paralelismo con el final de La piel que habito. Como el personaje de Elena Anaya intentó volver y mostrarnos que no había cambiado, que a pesar de todos los avatares, seguía siendo el mismo cuando la realidad es clara: te fuiste siendo un hombre y has vuelto siendo mujer.
Con Los abrazos rotos y La piel que habito, Almodóvar ha intentado ahondar en dos ejes estético-narrativos: la narrativa discontinua (que bordó en La mala educación) y el juego de imágenes dentro de imágenes, en ese sentido de voyeur. Ya lo veíamos apuntado en esa poderosa imagen de Lluis Homar abrazando la televisión. En La piel que habito, lo vemos una y otra vez con la manera en la que Banderas observa a Elena Anaya, llevado al súmmum del mal gusto en el lametón del tigre a la cámara. El resultado kitsch de sus propios hallazgos en su anterior film que lo llevan al nivel de lo ridículo.
Lo mismo sucede con este montaje discontinuo que no es más que un ataque frontal contra el propio concepto de narrativa, haciendo que el film se enrede en sí mismo hasta ahogarse y, con él, llevar al espectador al hastío, a un final, de tan imposible, hilarante, Si nos tomamos esta película como una comedia grotesca puede que funcione, el menor grado de intento de realizar algo serio con este argumento y este desarrollo no puede más que encontrarse con la mofa de quien juega a aparecerse como un prestidigitador trasnochado.
Almodóvar quiere vivir a estas alturas de la exploración y explotación de lo morboso y oscuro, mostrándonos todo un retazo de referencias diversas que, lejos de resultar un remixeado de quilates como el que puede llegar a hacer Tarantino, se queda en un querer y no poder, en un "se ha muerto Manolete", en una pataleta estética de quien ha pasado de moda narrativa, incapaz de ser capaz de sostener una narración de dos horas, acercándose sus méritos al cazador de videoclips como, por ejemplo, el momento en el que se aspiran los trozos de los vestidos.
Los diálogos, siempre carentes de la naturalidad cinematográfica, pero siempre siendo verídicos, se convierten en esta película en carne de parodia. La interpretación de Antonio Banderas es de un hermetismo, lejos de la loa, en la que nos confirma que sus años en Estados Unidos no le han ayudado en nada y que, ya se puede decir, es un actor limitado de gestos de "actor's studio" para mostrar sus sentimientos.
Marisa Paredes, en ese estado de alucinógeno constante que parece sacada de una novela de Agatha Christie, pongamos Muerte en el Nilo, por ejemplo, incapaz de hacerle creer nada al espectador. Y sólo salvándose de la quema una imponente Elena Anaya en sus angulosas curvas, así como Bárbara Lennie y Blanca Suárez.
Hacía tiempo que no sentía tanta vergüenza ajena en una sala de cine...