El sensacionalismo más morboso. La sangre vende y todo vale para levantar los índices de audiencia. Un tema tan centrado en la televisión, acompañado de ciertas maneras formales, podría hacernos pensar que la película está ambientada en los 80 -la tecnología pronto nos saca de dudas. Hay trazas de Michael Mann y de una tendencia revival del cine de género, a veces de serie B, de los años 80. Vemos esta tendencia en Frío en julio, recientemente en cartelera; en It Follows, aún en festivales. Ambientación o inspiración, una tendencia cuyo máximo exponente seguramente sea Drive (aunque Ti West ya fue muy claro con The House of the Devil dos años antes). La importancia de las escenas de conducción y la relevancia de la selección musical, hace que sea aún más fácil compararla con ese icono del revival actual. Está muy lejos de sus logros estéticos, en parte, porque pretende remarcar la vulgaridad rutinaria de esas noches de sucesos, y de la representación que tenemos de ellos a través de la televisión. Y es bastante menos brillante en su uso de la música. A cambio, es mucho más ambiciosa conceptualmente.
Venimos observando la decadencia del periodismo en televisión, desde que esta existe, aunque quizá con mayor presencia desde los años 80, con un antecedente años antes, que es referente claro de esta película: Network. De hecho, sorprende que un tiempo en el que la televisión empieza a perder protagonismo en favor de Internet, se vuelva a contar una historia de estas características. Seguramente responde más al homenaje y a que el verdadero contenido es otro mucho menos concreto: el capitalismo salvaje, el neoliberalismo implacable. No deja de tener sentido que la película tenga un pie en aquellos años, en plena era Reagan. La Detroit futurista ultraliberal de la que nos alertaba Verhoeven en Robocop, no está tan lejos de esta Los Ángeles. No es casualidad que el primer policía que aparece en la película resulte ser privado. La película es formalmente una consecuencia de los 80, como los hechos que cuenta son los lodos de aquellos barros.
La competencia salvaje, la precariedad más absoluta. Pero sobre todo, el discurso asumido. El personaje entiende rápidamente que debe aceptar las normas del juego cuando, al principio de la película le explican “no voy a contratar a un ladrón”. No se trata de una decisión ética, sino de negocios: robar no es óptimo para él. El personaje, evidencia una vez más lo bien que puede adaptarse un psicópata a ese sistema. Se adapta y asume una serie de mantras salidos de alguno de esos libros de éxito personal, y los aplica sin aplicarles ningún tipo de filtro emocional. Cada buena palabra que sale de su boca es un movimiento calculado para maximizar sus ventajas. La relación con su empleado, la doble relación con su jefa... No hay lugar para la sinceridad o la empatía porque ni siquiera tienen sentido en la dimensión en la que se mueve el personaje. Todo son negocios. No es personal.
Jake Gyllenhaal consigue un personaje memorable. Por un lado, su lenguaje (verbal y gestual) de emprendedor caricaturesco. Por otra parte, su brutalidad desapasionada, esa heladora indiferencia ante el mal ajeno. Sus momentos en los que habla realmente claro, fuera de las fases hechas. Y por supuesto, su aspecto casi irreconocible. Se apoya en esa imagen tan macabra del fotógrafo que observa impertérrito el horror. Ese Fotógrafo del pánico, o más cerca, ese Jude Law, fotógrafo asesino de Camino a la perdición. Con esa frontera tan sutil entre la ausencia de auxilio y la agresión activa.
Pronto aprende a suministrar los contenidos que necesita la cadena. Su jefa quizá no tenga los rasgos de psicopatía que tiene él, pero ambos sonríen ante las imágenes más atroces. Él es así de serie, ella lo ha aprendido. El personaje aterra, como digo, por su indiferencia ante el dolor humano, pero sobre todo, por ser el máximo exponente -si se quiere, llevado al extremo- de un sistema que cada vez conocemos mejor.