Michael Haneke es un monstruo. Es capaz de escribir y dirigir películas que remueven la conciencia y te hacen sentirte incómodo en la butaca. Con sus largos planos secuencia, profundiza en temas y situaciones que a mucha gente puede desagradar. Y eso, es lo que más me gusta de él, ese toque enfermizo que puede llegar a repugnar.
Podría gastar muchas líneas repasando su palmarés en festivales con sus Código oculto, El tiempo de los lobos, La pianista o Caché. Pero prefiero centrarme en que estamos ante uno de esos casos en los que un director, hace un remake de un film propio. Haneke estrenó Funny Games 1997. Brutal, macabra e impactante. Antes de que el alubión de sagas como Hostel o Saw aparecieran, con mucha menos sangre y ningún artilugio mecánico, este director fue capaz de que se nos retorcieran las tripas.
Pero he aquí mi problema. La palabra remake suele darme grima, y más si se produce en Estados Unidos. Dudo que Haneke se deje intimidar por censuras o tonterías similares, pero, ¿en qué puede mejorarse una película que para mí ya era un cinco? Por lo que he podido ver navegando en Internet, el escenario es calcado y hasta los encuadres son idénticos. Pocas sorpresas nos pueden esperar a los que hayamos visto la original.
La preciosa y vulnerable Naomi Watts (Promesas del Este, El velo pintado), el polifacético Tim Roth (El increíble Hulk, Youth without youth) y Michael Pitt (Last Days, Seda) encabezan un reparto que parece ser lo único que vaya a cambiar.
Si eres de los que no vio la Funny Games original, no puedo hacer otra cosa que recomendártela encarecidamente, siempre y cuando mi idea de que será como una calcomanía sea cierta. Mi cuatro, es simplemente el temor de que si la veo, me vaya a parecer una simple fotocopia a color.