Todo el mundo lo dice y no voy a ser yo quien venga a llevar la contraria: Cartas desde Iwo Jima es muy superior a Banderas de nuestros padres. Lo es porque no resulta cíclica ni aburre, ni provoca desinterés ni está nada desmembrada.
Es detallista, delicada y emotiva. Está bien centrada en esa pequeña isla de donde no debería salir ni siquiera en los desacertados aunque interesantes flashbacks que contiene. Me gusta esta película porque te mantiene dentro, en el meollo, sabiendo que vienen los americanos, que van cercándonos. Cercándonos, sí, a nosotros, al público. Somos japoneses. Me gusta ir de la mano de ese japonés tan poco japonés, tan poco patriota y tan humano, con tanto sentido común.
Pero también me gusta admirar al general Kirubayashi con todo el carisma de Ken Watanabe vertido en él. La dignidad hecha soldado, todo un Gregory Peck a la japonesa. Me gusta la violencia envolvente de una guerra, que en ningún momento resulta exagerada o provocadora, ni en el punto en el que uno ve como la nueva tendencia de suicidio, menos lírica que en otros tiempos, hace reventar a los soldados ante nuestros ojos.
Un film lleno, sereno y triste. La polarización que cabía esperar de este díptico no se ha dado en absoluto. Ni la visión americana estaba descentrada ni esta lo está. Vemos como los japoneses rematan al rehén enemigo y luego la escena contraria. Pero también tenemos al oficial americano del final que ordena no matar al enloquecido protagonista, en ese instante fabuloso de tensión.
Clint Eastwood nos regala una bella y triste historia que nos ofrece varias visiones, siempre respetuosas, de seres humanos y que aprovecha el ritmo pausado para no parar un segundo. Una película de profundas cuevas escavadas en la tierra y de mundos personales aun más profundos.