El curioso caso de Benjamin Button, película de alta osadía técnica y peculiarísima apuesta argumental, de un realizador abonado al riesgo, paradójicamente se sustenta sobre una estructura de lo más convencional, conocidísima, trillada: Una vieja mujer, moribunda, hace leer a su hija un diario sobre cuyo texto, en off, la película va desgranando la dilatada historia de su protagonista y su gran amor -por supuesto, nuestra viejecita moribunda.
Este esquema lo conocemos desde tiempos de Ciudadano Kane, y ha servido de base a películas dispares, desde Eduardo Manostijeras hasta Los puentes de Madison. Sorprende, de primeras, que un tipo como Fincher recurra a esto (solución, desde luego, obra de sus guionistas). Sin embargo, Fincher sabe conducir su historia y finalmente entendemos que, en él, ninguna solución es gratuita. Aquí, la elección de esa hija para llevar el peso del recuerdo es importante, es parte relevante de la trama, es esa pequeña que rompió anticipadamente el sueño real de amor que Benjamin y Daisy viven, para luego convertirse en la mayor pena y la mayor alegría -a la vez- de él, padre antes que niño.
Además, Fincher se entretiene con riesgos varios, con decisiones preciosas, con escenas que son auténticas virguerías (podría citar muchas, pero recurriré a un solo ejemplo: la brillantísima secuencia en que Fincher explica los muchos elementos que confluyen y se engarzan para que, finalmente, Daisy sufra ese accidente de tráfico).
Su sabiduría como narrador se demuestra en sus paradas, su cadencia, el ritmo poderoso con que hace avanzar la historia. Sabe donde detenerse, sabe qué subrayar, sabe sobre qué puede caminar de puntillas. Tan genial señalando como en las elipsis, ese arte tan complicado.
Así, sobre un esquema tan aparentemente convencional como el citado compendio de flashbacks, diario mediante, Fincher construye un relato que sabe a todo menos a manido: supura magia por todos sus poros, desde ese prólogo enigmático y triste, ese reloj que segundea hacia atrás, hasta ese hermoso epílogo tras la muerte de Daisy en el hospital. La aventura con el personaje de Tilda Swinton, ¡qué pasaje del film tan lleno de clase! Los mejores años de Benjamin y Daisy, en el colchón, sin muebles. La guerra. El colibrí. Las putas. ¡Todos los personajes secundarios!
Porque Benjamin Button destaca prácticamente por todo, es una fábula preciosa, pero también precisa. Y también así lo es en su aspecto visual: tan hermosa como detallista. Pocos momentos de la película no están tratados o incluso casi íntegramente desarrollados por ordenador, pero poco importa, y poco o nada se percibe. La magia del CGI de Fincher es un insulto para los torpes escenarios y muñecos digitales de las ultimísimas Star Wars de Lucas.
Si acaso, se podría achacar que, lejos de potenciar su trabajo, el retoque digital del rostro de Brad Pitt cuando debe acompañar envejecido el cuerpo de un niño, perjudica su labor. Son gestos flácidos, escasamente perceptibles, escondidos bajo el arduo trabajo de retoque en post-producción. No así ocurre con el maquillaje de Blanchett, que está imponente con una presencia hermosísima en sus años de juventud.
El curioso caso de Benjamin Button es una fábula sabia, pausada y preciosa. No es quizá un título redondo, pero es una película más que estimulante, plena de talento y magia.