Francis Ford Coppola se saca de
la manga un cuento gótico con vampiros, pueblos malditos, crímenes
y hasta Edgar Allan Poe rondando por ahí. Y con todo este
tinglado montado finalmente nos vuelve a hablar de lo mismo que en su
anterior película, Tetro: del proceso de creación, del
artista incomprendido y sobre todo, de la vil industria que sólo
busca material comercial facilón. En otras palabras, Coppola sigue
con su rabieta artística, aunque moderándose un poco y aportando
más elementos interesantes.
Los juegos de color sobre los grises,
los edificios terroríficos de la América profunda, la imagen
clásica del terror, la orgía de sangre. Todo ello como parte de la
película pero también como parte del estudio del terror gótico, a
través de un confeso sosias de Stephen King, a quien no duda de
acompañar del mismísimo Poe. Enumera todos los recursos, y los
plasma mejorados.
Pero lo que verdaderamente tiene en
mente es esa idea que no consigue quitarse de la cabeza, el artista
que busca escapar del producto enlatado, al que le obligan a incluir
un giro fácil al final de la película, es el propio Coppola en su
lucha con la industria, en su intento de conseguir su obra más pura
sin concesiones.
Este juego de espejos, este terror que
se siente al mismo tiempo que se piensa, esa pequeña intriga medio
desvelada, con su corta duración, se pasa volando, y nos deja la
sensación de haber visto una película de terror entretenida que
además tenía su mensaje. Quizá sobran algunos chistes fáciles.
Tanto Val Kilmer como esa Ella Fanning cada día más
en alza y chica Coppola por partida doble, están estupendos. No es el mejor Coppola pero no está nada mal.