Maman est chez le coiffeur narra un pequeño drama familiar ambientado en el Canadá de mediados de los años sesenta. Simone vive con su marido y sus tres hijos en las afueras de Montreal. Un buen día descubre que su matrimonio es una gran mentira, coge la maleta y deja a los niños con un padre completamente desorientado. ¿Suena a trillado? Es que lo es. Pero no seamos excesivamente duros con la película. Aunque la directora Léa Pool no ofrece nada nuevo, si que sabe contar una historia que llega al espectador.
Para ello la suiza recurre al truco fácil de la mirada del niño. Cada uno afronta la ausencia del ser querido de un modo diferente. El pequeño demuestra su enfado con una serie de barrabasadas que responden a una motivación inconsciente. La mayor traba amistad con un hombre en apariencia huraño pero que esconde un corazón de oro. El mediano se dedica a fabricar un bólido de carreras. Sus pequeñas historias cotidianas consiguen atrapar la atención del espectador, sobre todo las de Benoit y Élise. De hecho, cuando la historia quiere hablar un poco de los adultos, el film se resiente mucho. No hay más que ver lo poco que pinta la aparición de la abuela.
El guión de Isabelle Hébert no es nada del otro mundo, pero se basta. Maman est chez le coiffeur consigue reivindicarse como un melodrama bastante equilibrado. Es sensible pero sin empalagar. Las lágrimas las ponen las acciones de los adultos y -como no podía ser de otro modo- los más pequeños se ocupan de las risas. De un lado tenemos la tristeza de la casa sin la madre, de otro esos juegos iniciáticos de infancia y los juguetes desperdigados por las habitaciones. Las ocurrencias de los chavales también tienen su gracia, como las frases del niño que se cree descendiente de un príncipe austriaco. Todo es de lo más entrañable.
Merece la pena detenerse a analizar el apartado musical de la película. Además de recurrir a una serie de hermosas composiciones propias a cargo de Laurent Eyquem, la directora añade piezas clásicas y canciones de la época como el Bang Bang original de Claire Lepage -Tarantino usó la versión de Nancy Sinatra en la apertura de Kill Bill- o el So happy together de The Turtles. Y otras muchas que los más jóvenes seguramente no reconocemos. Un recurso muy típico del cine independiente pero que a esta película le sienta de maravilla por el tema de la nostalgia.
El punto de inflexión de este trabajo, lo que lo hace especial, son sin duda sus actores. No nos referimos a los adultos. El trabajo de Céline Bonnier y Laurent Lucas es de circunstancia, aunque Gabriel Arcand si que funciona como el vendedor de moscas. Curiosamente, son los niños quienes toman la medida a los adultos, sobre todo la pequeña actriz protagonista. Marianne Fortier es todo un descubrimiento. Tampoco se queda atrás Hugo St-Onge-Paquin. Un trabajo encomiable para un actor de tan corta edad.
Maman est chez le coiffeur termina hablándonos de los descubrimientos de la infancia pero también del final de la inocencia, recuerdos del último verano de los niños antes de partir con su madre a Londres. No en vano, la película parece tener cierto componente autobiográfico. Aún con todo, no supone ninguna novedad ni llega a equipararse con su compatriota Léolo, de la que bebe descaradamente. Aunque esté rodada con gusto, es un film demasiado convencional para sorprender al espectador. El cine canadiense puede ofrecer mucho más que esto.