En el título tenemos una ciudad, Oslo, y una fecha, el 31 de agosto. Ambos son elementos centrales de la película. No está ambientada en una ciudad cualquiera, es Oslo, Noruega. En la introducción vemos un recuerdo nostálgico en super-8, que refleja el viaje en el que el personaje se embarcará para intentar recuperar su vida anterior a través de sus viejos amigos; pero también se centra de forma muy visible en las calles de la ciudad, en sus arquitectura, en sus coches. En una de las sociedades más avanzadas, con un estado del bienestar excelente, se sufre con mayor intensidad el sinsentido de la existencia. El protagonista es un niño de papá, como él mismo admite. Lo ha tenido todo y aún así, o quizá en parte precisamente por ello, se siente vacío. Perder el deseo de vivir es un mal muy presente en las sociedades en las que es tan fácil vivir.
31 de agosto. El final de los meses centrales del verano. A esas latitudes, podemos decir directamente que ya es el final del verano. Mañana cierran la piscina. Esa idea de final que sobrevuela toda la película queda de alguna manera iniciada en el título. Además, el verano está bien representado, con ese ambiente agradable que contrasta con el dolor interior del personaje. El mundo, alrededor, es una fiesta. Las noches son sugerentes y cálidas, como en esa deliciosa escena onírica, de las bicis y el extintor, en la que parecen volar entre las nubes. El personaje vuelve a ese mundo idílico que recuerda en super-8, el recuerdo de un verano. Baños al amanecer, pero ahora con la conciencia clara de que la piscina cierra mañana.
Oslo, 31 de agosto. Parece el inicio de una carta, y eso es también la película. Una carta que escribe el protagonista a sus viejos amigos. Solo falta, para terminar, su firma, porque además de hablar de un lugar y de un momento, la película habla principalmente de una persona. Lo hace de forma honesta, sin sorpresas, sin licencias. Nos adentramos en su infelicidad a través de sus palabras y a través del espejo de los otros. Una infelicidad que ha hecho metástasis en su ser, y que va mucho más allá de una adicción que no es sino un síntoma del problema. En la versión de Louis Malle, El fuego fatuo, el personaje era alcohólico, el estudio concreto de la adicción es lo de menos. Aunque lo cierto es que en la novela, el personaje también era heroinómano, pero estaba inspirada en la vida del poeta Jacques Rigaut, amigo del escritor. Un tipo obsesionado con el suicidio. La adicción y sus particularidades pasa a un segundo plano en seguida, y es la cuestión del suicidio, presente desde el principio, la que termina ocupando el centro del relato.
Cuál es el estado emocional que lleva a algo así. La esencia del vacío vital. Cómo reacciona la sociedad ante ello. Cómo vive alguien que no quiere vivir, y por qué no quiere vivir. Joachim Trier nos cuenta su versión de esta historia que, precisamente, se diferencia del original sobre todo en el tiempo y el lugar. Lo hace con una dirección delicada y esteticista. Con unos personajes creíbles y solidos. Ambiguos también. Y con una propuesta argumental, como en la versión de Malle, honesta, sencilla y sin adornos. Une pequeña gran película.