El cine no solo está hecho para entretener o conmover al espectador, sino que muchas veces busca también calar hondo en su persona en busca de reflexiones. La última película de Olivier Assayas constituye un ejemplo perfecto de este tipo de trabajos. Además de plantear interesantes cuestiones, lo hace con una sensibilidad y belleza fuera de toda duda. Hablando claro, Las horas del verano es una de las mejores películas francesas de los últimos años y probablemente una obra cumbre en la dilatada carrera de su director.
Se trata de un film en la órbita de Finales de agosto, principios de septiembre, con un Assayas más interesado en los pequeños detalles cotidianos que en historias de corte radical. El director nos habla aquí del valor de los objetos y la herencia. No solo de un valor material o económico -que en este caso es importante- sino también del valor sentimental, algo difícilmente cuantificable y a lo que no todo el mundo otorga importancia. Pero el argumento habla también de las relaciones y valores familiares y de la memoria cultural. Todo eso en una película que no descuida en ningún momento al espectador.
Hélène Berthier vive para cuidar el legado artístico de su tío Paul. Sintiendo que se acerca su hora, comienza a plantear a sus hijos qué destino van a dar a sus bienes cuando ella ya no esté. Estos dejan pasar el tema, pero cuando su madre muere comienzan las desavenencias. Este hecho tan frecuente es la excusa perfecta para asistir a un estudio de personajes de corte intimista, pequeños dramas personales que tan bien ejemplifican esa escena en la que Jérémie llora a escondidas en su cuarto con la luz apagada. En ningún momento las cosas se salen de madre ni se recurre a los gritos. Todo responde a una tristeza casi susurrada.
Por detrás está la historia de una familia fragmentada desde hace tiempo y a la que la distancia va a dar el golpe de gracia. Pero el hecho de que los dos hermanos que votan por vender la casa y su contenido vivan o vayan a establecerse en el extranjero no responde solo a motivos económicos o de oportunidad, sino que tras su razonamiento subyace también una percepción de la memoria cultural puramente francesa. Tampoco son casuales las profesiones de cada uno de ellos. Todas las lecturas del film están tremendamente inspiradas.
El extenso reparto funciona a la perfección. Comenzado por la veterana Edith Scob, que ofrece todo un recital interpretativo durante la primera parte de la película, siguiendo por los tres matrimonios que encabezan Charles Berling, Juliette Binoche y Jérémie Renier, y terminando por las breves intervenciones de los actores infantiles. Es imposible que el árbol genealógico de la familia Berthier resulte más creíble.
El desarrollo de la historia es tan tranquilo como imparable. Resulta sorprendente ver como la cámara se detiene en cada escultura, cada cuadro y cada mueble, hasta convertirlos en seres vivos. De hecho, todos ellos son unos personajes más de la película. El detenimiento con el que se analizan los cuadros de Corot o los paneles de Redon no solo es necesario para entender a los personajes, sino que inexplicablemente no aburre al espectador. Todo lo baña esa luz de verano, casi crepuscular, que vaticina el fin de una época. Es tremendamente reveladora la parte en la que Jérémie y su esposa visitan los objetos de la familia realojados en el Museo de Orsay -esta película encuentra su origen en el centenario de la institución-. El destino final de las piezas de arte nos da a entender que, una vez fuera de su entorno, las pertenencias de las personas pierden su esencia, como ese escritorio que los demás miran con indiferencia.
El director puede cerrar a tiempo su película en esa misma escena o con la cámara fija en las flores de la tumba, pero la alarga un poco más para centrarse durante unos minutos en la siguiente generación. Aunque en un principio da la impresión de que la casa vacía se ha convertido en un simple campo de juego para el último miembro de la familia que la pisa, la realidad es bien distinta. Para tristeza del espectador, las inquietudes de Jérémie se cumplen punto por punto. Sus nietos no conocerán jamás la casa de Hélène. Seguirá en pie durante muchos años, pero ya nunca la habitarán sus recuerdos.