Tokio Blues es una película
llena de matices, de sonrisas forzadas y rabia contenida. Un dramón
de los gordos, que nos muestra la dolorosa cicatriz de la muerte
cercana y las diferentes formas de afrontarlo, entre continuar y
hundirse. Anh Hung Tran refuerza estas emociones con imágenes
desgarradoras -especialmente la rabia desatada en las rocas- apoyado
en la banda sonora de Johnny Greenwood que vuelve a conseguir unas
sensaciones inquietantes. El mejor ejemplo de la pericia de ambos lo
encuentro en el paneo que comienza con los bosques nevados, azotados
por la ventisca, con un sonido descorazonador, y acaba en esas
piernas que hielan la mirada.
Tran consigue en todo momento una
atmósfera especial, entre la nostalgia, y la melancolía, apoyada en una textura visual muy particular. Pero quizá
su mayor valor es su mirada única. Ahora que muchos directores,
mejores y peores, abusan de ciertas formas comunes, estilos conocidos
y soluciones ajenas, este director ofrece una planificación y unas
elecciones formales absolutamente personales. En definitiva, dirige a
su manera. Y para ello no necesita grandes alardes de originalidad ni
tirar de lo estrambótico, simplemente se replantea su manera de
dirigir sin caer en las modas o en los usos comprobados.
Excelente reparto, donde todos
funcionan, en unos roles francamente complicados, que no están
pintados brochazos sino que cuenta con muchas sutiles pinceladas a
veces muy difíciles de desentrañar. Creo que el ambiente delicado,
la complejidad de los personajes y ciertas referencias, hacen de esta
una digna adaptación de Murakami. Y sobre todo, que sea una
historia, no sólo afincada en el dolor, sino en todo tipo de
emociones intensas, de interiores en ebullición.